Apuntes
Palabra de Grande Marlaska
Pone los pelos de punta recordar que un día no muy lejano ese hombre fue juez en la Audiencia Nacional
Cuando la espantada en Paiporta del presidente del Gobierno le preguntaron a su ministro del Interior si lo sucedido respondía a una acción organizada o, simplemente, al reflejo espontáneo del cabreo de los vecinos afectados por la tragedia. Y el ministro, con ese aire de suficiencia que se gasta, contestó que lo primero. Que había sido una operación organizada por la ultraderecha contra el presidente del Gobierno y, también, contra el Rey. Uno se quedó cavilando sobre la preocupante implantación de la extrema derecha en el área metropolitana de Valencia, capaz de planificar, convocar y encuadrar en escasas horas a varios cientos de militantes en una localidad de mayoría socialista, aislada en aquellos días por los cortes generales de las vías de comunicación y con problemas de conexión de la telefonía móvil. Por supuesto, las investigaciones de la Guardia Civil llevaron a la segunda hipótesis, la del cabreo general, pero nunca escuchamos del ministro que rectificara sus apreciaciones, lo que viniendo de un juez, obligado a sopesar la carga de la prueba, pone los pelos de punta a cualquiera, lo mismo que cuando critica por poco profesional la instrucción de un compañero de carrera sobre los presuntos delitos del círculo familiar de Pedro Sánchez y, de pronto, nos encontramos con una directora de orquesta declarando que denunció el chanchullo pacense del hermano David, pero que la Fiscalía, que ya ha quedado claro que, en efecto, depende del Gobierno, no le hizo el menor caso. No, el magistrado en excedencia no ha pedido disculpas por contribuir a la inicua campaña gubernamental de presión sobre los jueces. El caso es que lo del ministro, uno de los más longevos de la cuadra de Sánchez, viene de lejos, de cuando la cacicada impresentable y desleal contra un gran servidor público, Diego Pérez de los Cobos, amparado por el Tribunal Supremo, o la expulsión irregular de menores marroquíes o la tragedia de la valla de Melilla, con 23 inmigrantes muertos. Sólo podemos colegir que al ministro le resbala todo lo que no sea aferrarse a un cargo que depende de la exclusiva voluntad del presidente del Gobierno. Estos días, tras el quilombo de las balas israelíes, se escucha por enésima vez lo de la «humillación» de Marlaska. No es tal. Con absoluto cinismo intentó colar a sus socios la compra de los proyectiles, aprovechando los días festivos de la Semana Santa, pero le pillaron. Luego se encastilló – sus castillos siempre parecen hechos de nubes de algodón, como los del llorado, al menos por mí, Alberto Cortez– afirmando que ya se habían comprometido los seis millones y medio del contrato y de que habría que pagarlos en cualquier caso, sin especificar que las pistolas israelíes adquiridas para la Guardia Civil admiten mal la munición de otros fabricantes, para, en horas veinticuatro, tener que envainársela, una vez más, tras comprobar que entre Siro Rego y él, el caudillo había elegido mantener a la primera, no le fueran a levantar la legislatura los camaradas de Izquierda Unida. Pero de humillado nada. Fernando Grande Marlaska, que un día fue un juez prestigiado, firme debelador de Otegui, sigue a la hora en que se redactan estas líneas al frente del Ministerio del Interior, en el que, al parecer, la palabra del máximo responsable de las Fuerzas de Seguridad del Estado no tiene por qué tener algún valor.