
Apuntes
Un Papa «joven» y un político «viejo»
Si a los de mi quinta nos representa León XIV, a los de la de Sánchez lo hace un político marrullero
No voy a negar que supone un chute de moral que los periódicos al unísono describan la elección de León XIV como la de «un Papa joven», dado que somos de la misma quinta y nos formaron en el catolicismo con los ecos de la Rerun Novarum y la Populorum Progressio, encíclicas separadas en el tiempo y de pontífices distintos –León XIII, la primera; Pablo VI, la segunda– pero que incidían en el aspecto más social de la doctrina de la Iglesia, incluso, con cierto escándalo de los contemporáneos, que en el caso de Montini desembocó en la coña, repetida con Francisco, de organizar rosarios para pedir por la conversión del Papa. No conozco a los Agustinos –estudié con los Sagrados Corazones– más que de referencias, aunque supe que habían sido los profesores de Azaña, lo que no es que les sirva de abono, precisamente, si bien se les considera gentes de sólida formación científica y humanística y con cierto desapego por las banalidades del mundo. Por último, también nos une que es un americanista, lo que viniendo de un tipo de Chicago que se educó en sus calles le convierte en uno de esos gringos que desmienten el tópico, en cualquier caso, poco amigos del criollaje. Así, pues, se puede ser joven frisando los setenta, aunque sólo si ocupas la silla de San Pedro, lugar en el que, si no empiezas empujando el andador, es que estás llamado a liderar una renovación de la Iglesia, no desde la experiencia de cuarenta años de misionero en las llanuras costeras peruanas y algunos menos en los salones vaticanos, sino como creen las Belarras que debería ser la Iglesia, trans y así. Pero si a los de la mi quinta nos representa un «Papa joven», a los de la quinta de Sánchez los representa un «político viejo», de esos marrulleros que hacen las delicias de los historiadores de la Restauración que, como es sabido, acabó como el rosario de la aurora, aunque tuviera sus momentos con Cánovas y Sagasta. Para ver a un pícaro en acción no se pierdan la intervención del presidente en el Congreso a propósito del apagón y de las nucleares, sobre todo, cuando con cara de pompa y circunstancias exponía a sus señorías la dramática realidad de que España no tiene uranio para mantener en funcionamiento los siete reactores atómicos, de la misma manera que no tiene petróleo. Ciertamente, la mina de uranio de Ciudad Rodrigo (Salamanca) ha dejado de ser rentable por la reducción de sus reservas, pero el truco de «político viejo y taimado» es ocultar que su gobierno ha prohibido por ley la prospección y explotación de la minería del uranio, pese a los numerosos informes técnicos que señalan reservas propias de este mineral suficientes para más de 20 años. Y no sólo del uranio. Con Sánchez y Ribera podemos dar por extinguida la minería en España, justo cuando la transición energética demanda minerales escasos para las baterías eléctricas, las placas fotovoltaicas y las conducciones de las eólicas, que ya veremos la gracia que nos hace cuando haya que reciclar en el planeta millones de toneladas de desechos de las renovables, especialmente de las baterías, y los del tercer mundo digan que no quieren más de esos trabajos de poco lucimiento. Por lo demás, cabría explicarle al presidente que si España no tiene uranio tampoco tiene gas natural, lo que en pura coherencia llevaría al cierre de las centrales de ciclo combinado. Pero mucho me temo que se lo sabe de sobra.
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