Con su permiso

Lo peor de cada casa

La élite política que alcanzó el poder chapotea sumergida en escándalos de corrupción que salpican y cercan a su líder supremo

A Virginia le mandaron callar cuando denunció que una compañera suya, supuesta teletrabajadora, no daba un palo al agua y cobraba por ello. Lo dijo ayer en el Senado en la comisión del caso Koldo. Haz la vista gorda, y no te líes. Se lo dijeron sus jefes en Tragsa y, según dijo, también en el cliente, Adif. Se terminó yendo, Virginia, no la otra, y ahora tiene que pasar el trago de contarle a sus señorías senadores y senadoras que ella sí fue consciente del apaño y que sus jefes le pidieron que no levantara el velo no fuera a descubrirse la tostada.

Hay tanto y tan afilado, llueve tanta inmundicia desde las ventanas de las casas del poder que ya nos hemos acostumbrado y apenas nos afectan las oleadas de aguas que desbordan las cloacas y empapan tierra y aire.

Pero no es eso lo peor. NO es la falta de reacción o el hábito resignadamente tolerante por parte de una sociedad que asume como normal que los de arriba mangoneen, lo peor es que esa actitud envalentona a la élite de la que proceden las miserias, hasta el punto de hacerla creer que puede tomar al personal por imbécil y venderle como verdad una mentira tan tosca como inaceptable. Y que esa actitud es la que está abriendo paso a situaciones mucho peores. A gente aún peor.

Sigue siendo un misterio qué lleva a hombres y mujeres inteligentes, con capacidad de discernir y criterio propio a actuar de forma tan torpe, a defender lo indefendible como si todo fuera una representación teatral y el tiempo no terminara poniendo las cosas en su sitio. Sólo la profunda estupidez, la inconsistencia anímica y moral, o la cobardía, pueden llevar a una persona adulta a hacer exactamente lo contrario de lo que públicamente dijo que iba a hacer y no quebrarse por ello. Y sólo la profunda estupidez, ya sin matices ni añadidos ni manejo de otras posibilidades, pueden llevarle a creer que ante la evidencia los demás nos vamos a dejar engañar por su palabrería de humo de calamar. Tratarnos así es una prueba irrefutable de estupidez supina. Lo insólito, lo verdaderamente notable es que lo sigan haciendo.

Quizá pueda encontrarse la explicación al misterio precisamente en ese cansancio del personal, en la coraza que nos ha construido alrededor tanto desatino, ante el mangoneo cotidiano, ante la sinrazón y la mentira de uso tópico y diario.

Pero habituarse a la corrupción es una mala práctica. Muy poco higiénica. Y muy peligrosa.

Imagino que Virginia nunca pensó que en el ejercicio consciente y eficaz de su trabajo se vería alguna vez ante una comisión de investigación en el Parlamento de España. Como supongo que se sorprendería cuando sus jefes y sus clientes, le dijeron que dejara el agua correr, que no lo agitara. Imagino, es sólo una suposición, que en la conversación le explicarían que la cosa venía de arriba y que ante algo así lo más prudente era hacer caso.

Hace muchos años, más de cuarenta, en el 82 cuando Felipe González y Alfonso Guerra abrieron la etapa política que consolidó la transición, uno de los nuevos ministros (del Partido Socialista Obrero Español, por si alguien olvida en estos tiempos de desmemoria quién ganó aquellas elecciones) le dijo a un periodista amigo que estaba realmente escandalizado por cómo funcionaba la política de mordidas e influencias, los tejemanejes que se urdían alrededor del poder político. Le comprometió su determinación a acabar con aquello como primera autoexigencia moral y política.

No le salió bien. O debió de cansarse, a la vista de los resultados.

Porque después, prácticamente todos los gobiernos han salido manchados y en algunos casos, como sucedió con el de Rajoy, han llegado hasta a caer gracias al ariete anticorrupción esgrimido por una oposición que acudía al combate con las vestiduras rasgadas por el escándalo.

Apenas una década más tarde, la élite política que alcanzó el poder chapotea sumergida en escándalos de corrupción que salpican y cercan a su líder supremo.

Y ante la evidencia de lo incontestable, la respuesta es tirar del viejo recurso de negarlo pero subiendo los decibelios de su desprecio a la opinión pública y su criterio. Tratarnos como más imbéciles todavía. Añaden otra herramienta, que es la del complot, la de vender que en realidad todo esto es una campaña del poder judicial corrupto y los políticos corruptos de otras tendencias para acabar con el gobierno democrático por medios ilegítimos.

Aunque las evidencias sean escandalosas, aunque las decisiones judiciales tengan todas las garantías de un sistema garantista como el español, aunque los esfuerzos del ejecutivo por contaminar y atar al resto de poderes se hagan a plena luz y con publicidad.

No importa. El personal es gilipollas y va a tragar con lo que le digamos. Y a la hora de votar van a apoyarnos porque si no vienen los populistas de derechas.

Y, quizá esto último sea lo único en lo que tienen razón. Pero con el tiro errado. Esta política torpe y sucia que subestima el poder de los ciudadanos y les trilea en su propia cara es la madre del crecimiento intenso, notable e imparable, de ese neofascismo que ahora mismo ocupa los verdaderos resortes de poder mundial.

Deberíamos todos actuar como Virginia. Denunciar, condenar, castigar a quienes con su estulticia están abriendo las puertas a lo peor de cada casa.

Pedro Sanchez
Pedro SanchezIlustraciónPlatón