Tribuna
La Princesa Leonor y las condecoraciones españolas
No puede negarse la dimensión social de los premios y condecoraciones cuando están sabiamente administrados, sin amiguismos ni frivolidades
Coincidiendo con su mayoría de edad, Don Felipe VI ha impuesto a la princesa Leonor el Collar de la Real y Distinguida Orden de Carlos III. Unos días antes un portavoz de La Moncloa había anunciado el acontecimiento con un comunicado sorprendente: «El Gobierno ha concedido el Collar de la Orden de Carlos III a la princesa Leonor». En vísperas de la ceremonia, el Ministro de la Presidencia, Sr. Bolaños, volvió a insistir en que era el Gobierno quien «condecoraba» a la Heredera. La noticia fue recogida en estos mismos términos por la mayoría de los medios de comunicación y redes sociales, RTVE incluida, ayuna de cualquier matización o puntualización crítica. Si bien estamos acostumbrados a escuchar toda clase de naderías cuando se abordan asuntos relacionados con el Ceremonial del Estado y la historia de la Dinastía, en este caso nuestra perplejidad se ha visto desbordada por cuanto creíamos que el mandato que nuestra Constitución sanciona en su art. 62 f, de que corresponde al Rey, y solo al Rey, «conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes» era archisabido en los despachos oficiales.
Hay que decir que la previsión constitucional de la Corona como fons honorum es un título de competencia material, de iniciativa y efectiva resolución, aunque esté recogida en el mismo apartado junto con otras atribuciones del Rey de mera competencia formal o de puro refrendo, como son las de «expedir los decretos acordados en el Consejo de Ministros» y «conferir los empleos civiles y militares». Contemplada en términos pacíficos en todas nuestras Constituciones históricas, constituye una titularidad jurídica irreductible e íntimamente ligada a la liturgia monárquica, hasta el punto de que el Derecho Premial es la parcela de nuestro ordenamiento sobre la que el Rey dispone de una mayor discrecionalidad y autonomía. La propia fórmula del Real Decreto de concesión del pasado 10 de octubre –«Queriendo dar una muestra de Mi Real aprecio a mi hija…»– revela la accesoriedad de la intervención gubernamental. ¿Ignorancia culpable o ninguneo deliberado de la Corona? En cualquier caso, el episodio es revelador del escaso rigor con que los asuntos premiales son tratados en nuestro país.
La experiencia acumulada estas últimas décadas aconseja no demorar más la aprobación de una norma de cabecera sobre órdenes y condecoraciones civiles del Reino de España que sustituya el actual marco regulador, –arcaizante, disperso y desordenado, sin claras cláusulas derogatorias–, cuyo contenido debería descansar sobre dos principios rectores. El primero es que las condecoraciones han de tener carácter graciable y puramente honorífico, debiendo suprimirse, en consecuencia, las todavía (pocas) distinciones pensionadas subsistentes. El segundo, y muy importante, requiere la necesaria simplificación de nuestro sistema premial, reduciendo el elevado número de órdenes y condecoraciones civiles dependientes de la Administración General del Estado, cuarenta y ocho nada menos, manteniendo las más antiguas o prestigiosas, de modo que los méritos o conductas dignos de reconocimiento, sea cual sea el ámbito en que se produzcan, no queden sin recompensa.
Al no existir memoria administrativa alguna que recuerde, tramite y haga un seguimiento de los diferentes candidatos, méritos y concesiones, es bastante habitual que se otorguen distinciones muy dispares para iguales circunstancias y merecimientos y que los diferentes grados o categorías de las reales órdenes y condecoraciones civiles se asignen según criterios mostrencos que no aprueban el más elemental test de razonabilidad. Para corregir esta situación, sería preciso crear una única Cancillería de Títulos, Reales Órdenes y Condecoraciones presidida por un Delegado Regio que, contando con los pertinentes asesores, coordinase todas las propuestas de concesión de los diferentes ministerios, asumiendo el papel de organismo de referencia en asuntos premiales e impulsando una labor cultural y de divulgación que juzgamos muy necesaria, como es el caso de la Gran Cancillería de la Legión de Honor en Francia o de la Cancillería Central de las Órdenes de Caballería en el Reino Unido. Finalmente, la Corona tiene que asumir un mayor protagonismo en la administración de las instituciones premiales, como encarnación simbólica de la nación, para lo cual sería esencial que fuera el propio Rey de España el que presidiera la ceremonia de imposición de las insignias de la órdenes y condecoraciones civiles nacionales, a celebrar en el Palacio Real cuatro o seis veces al año.
No puede negarse la dimensión social de los premios y condecoraciones cuando están sabiamente administrados, sin amiguismos ni frivolidades. Bajo el pretexto de que constituyen pura quincalla o arqueología jurídica se les niega un lugar decoroso entre los valores contemporáneos. Pero, como decía Napoleón, «estas fruslerías que son las distinciones, ¿podrían ejercer el poder que tienen, si no fueran capaces de dar al menos la apariencia de un sentido, de una razón de ser, a esos seres sin razón que son los humanos?».
Fernando García-Mercadal.Vicedirector de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.
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