
«De Bellum luce»
El principio del derrumbe
No deberíamos aceptar que nos podemos permitir tener una Fiscalía al servicio del Ejecutivo ni a un fiscal general bajo sospecha porque cuando la ley pierde su neutralidad, el Estado pierde su legitimidad
Que el fiscal general del Estado se siente en el banquillo es una humillación institucional. El máximo responsable de velar por la legalidad está, desde hoy, obligado a explicarse ante la Justicia al cobijo de la indiferencia con la que el Gobierno y buena parte del sistema político (PSOE y sus aliados) lo asumen. Álvaro García Ortiz representa la culminación de un modelo de Fiscalía sometida al poder político, que no ha nacido con el PSOE, pero que sí ha perdido con el «sanchismo» todo pudor a la hora de manifestar ostentosamente esa condición. Desde que Pedro Sánchez se permitió aquella frase -«¿de quién depende la Fiscalía? Pues eso»- no ha habido más que nuevos pasos hacia adelante en su utilización como herramienta política.
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Desde entonces, las decisiones del Ministerio Fiscal han estado marcadas por la sospecha y, en lugar de reforzar la credibilidad de la institución, el presidente siempre ha actuado, sin pudor, como si fuera un departamento más del Ejecutivo.
Pero lo más grave no es que el fiscal general esté acusado, y que el Gobierno y sus socios jaleen esta situación, sino que en la calle acabemos asumiéndolo también con una mezcla de resignación y pasotismo. En el PSOE están convencidos, porque así se lo dicen sus gurús sociológicos, de que no pasa nada porque nadie dimita o porque su fiscal sea juzgado, más bien al contrario, les dicen, porque la tesis de la demoscopia oficial es que el victimismo y la alerta contra la derecha pesan más que todo eso.
Sin embargo, la normalización del escándalo es ya una forma de corrupción. Me molesta la sensación de que España ha entrado en una fase de anestesia democrática en la que los límites se traspasan, las instituciones se degradan, y el poder sigue avanzando, convencido de que no hay coste político. Es indiscutible que cada vez que una figura de relevancia, como la del fiscal general, se ve envuelta en un proceso judicial, el daño no es personal, es sistémico porque en juego está el prestigio del Estado. Y mientras el Gobierno siga actuando como si nada hubiera ocurrido, lo que se juzga no es a un individuo, sino a un modelo de poder que ha hecho de la impunidad su norma.
No deberíamos aceptar que nos podemos permitir tener una Fiscalía al servicio del Ejecutivo ni a un fiscal general bajo sospecha porque cuando la ley pierde su neutralidad, el Estado pierde su legitimidad. Y esto, más que una línea roja, es el principio del derrumbe.
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