Aquí estamos de paso

Qué lejos, qué cerca

Sabía escuchar, razonar, buscaba entender y dialogar, y poseía una virtud que debiera iluminar toda actividad política pero que escasea notablemente, yo no sé si por incapacidad o temor: amaba lo que hacía y, sobre todo, a la gente a quien servía

Solo silencio en la plaza abarrotada. Un silencio ensordecedor sobre el que flota perceptible, casi puede tocarse, la emoción de una despedida extraordinaria. Como lo era él. Mieres del Camino, la capital de la cuenca minera del Caudal, el corazón de la Asturias que se jugó la vida en las dos ocasiones que escribió Garfias y canta Víctor Manuel, paisano ilustre, despidió ayer a Aníbal, su alcalde.

Mieres se le quedó pequeño a la expresión sincera y poderosamente contagiosa de duelo y afecto popular. La política es un arte noble. Es el compromiso de una élite democráticamente elegida con el bienestar del pueblo que le encomienda la tarea de gobernar. Debería ser un oficio generoso. Sucede que el poder suele ablandar voluntades, y lo prometido a menudo se queda en deuda de palabra que termina arrastrada calle abajo por el agua del interés o la disciplina partidaria. Y entonces el compromiso desaparece y la nobleza se torna en cinismo, y la mentira se apodera de los mensajes porque nadie quiere mostrar abiertamente que ha renunciado a su obligación primera, a la palabra que lo elevó. Toman a sus gobernados por idiotas, y siembran el desafecto hacia ellos y su oficio.

Pero sucede también que hay políticos que no renuncian jamás ni a sus principios ni a la nobleza que exige su contrato popular. Y crecen en afecto. Y cosechan mayorías. Y al gobernar para todos, como exige su compromiso, obtienen de todos los votos que lo renuevan.

Mieres despidió ayer a su alcalde más querido, Aníbal Vázquez. Un hombre de izquierdas, de limpia y consistente trayectoria sindical minera en Comisiones Obreras, de entregada actividad vecinal y en los últimos doce años alcalde de todos y para todos. Sabía escuchar, razonar, buscaba entender y dialogar, y poseía una virtud que debiera iluminar toda actividad política pero que escasea notablemente, yo no sé si por incapacidad o temor: amaba lo que hacía y, sobre todo, a la gente a quien servía. Con todo lo que ese amor implica de renuncia, de sacrificio, de solidaria búsqueda de soluciones y de incansable trabajo por sus administrados. Se lo devolvían cada cuatro años en forma de apoyo popular, y se lo mostraban en la calle a cada paso porque él se detenía a escuchar y conocer. Nunca renunció ni a su ideología ni a sus principios, pero los aplicaba con la generosa inteligencia de quien se preocupa de verdad por los demás y no se somete a dogma alguno ni más disciplina que el bien común. El de su gente, que eran todos. Entre aplausos y lágrimas despidió Mieres ayer a Aníbal Vázquez a los sones cálidos y agudos del Himno de Asturias. Porque jugaba con nobleza en el campo minado de la política. Porque encarnaba la dignidad y la entrega que ha de alimentar la energía de los políticos valerosos. Su pueblo lo había hecho suyo porque trabajaba para todos.

Aníbal Vázquez dignificó el oficio como lo harán sus sucesores políticos. Es ejemplo y su pueblo nunca lo olvidará. Acaso convenga que esa siembra se extienda y su historia se conozca. Aunque sólo sea para mostrar cómo la política noble consigue resultados y no sólo apoyos puntuales en las urnas, sino el cariño de aquellos a quien sirve. Qué lejos, ¿verdad? De todo lo que hoy ocupa los periódicos.