Tribuna

Que nadie toque a los hombres duplicados

Su foto me había trasladado de golpe a un pequeño recuerdo que mi mente había borrado por completo

El domingo pasado Iker Jiménez publicó un extraño tuit. Incluía una foto antigua, de esas de álbum familiar de los abuelos, que había coloreado y redefinido usando un programa de Inteligencia Artificial. La toma era de 1961. Fue obtenida durante las casi olvidadas apariciones de la Virgen en Garabandal, Cantabria, a un grupo de curiosos que esperaban el milagro junto al camino embarrado que llevaba al risco de las visiones. Lo que aquella imagen tenía de particular era que el personaje del centro, un muchacho de pelo claro y gafas, peinado a raya y abrigado con una especie de gabán azul, presentaba un enorme parecido conmigo. O, para ser más exacto, con mi yo de los dieciséis o diecisiete años. Junto a ella, el director de Cuarto Milenio lanzaba una pregunta cargada de sorna: «Don Javier Sierra, ¿un viajero en el tiempo?».

A mí –ya ven–, el corazón me dio un vuelco. Y no porque Iker usara esa imagen para promocionar la nueva sección de su programa en Cuatro a la que ha llamado «el cronovisor», como esa supuesta máquina de fotografiar el pasado que hace un tiempo describí en mi novela La dama azul. Ni tampoco porque se preguntara si aquello era una prueba de mis saltos al pasado. A fin de cuentas, Iker sabía bien que en 1961 todavía faltaba una década para que yo naciera. No. No era por nada de eso. Su foto me había trasladado de golpe a un pequeño recuerdo que mi mente había borrado por completo.

Sucedió el domingo de Ramos de 1987. Aquella mañana, raro en mí, había acompañado a mis padres a misa de doce a una iglesia que no era la habitual. La capilla, nueva, construida junto a la N-340 a su paso por Vinaròs, tenía forma de semicírculo y sentíamos curiosidad por verla. Su altar estaba flanqueado por bancos dispuestos en anfiteatro, dando una sensación de proximidad muy particular. Fue entonces, en mitad de un oficio abarrotado, cuando lo vi. Al otro lado de la capilla, sentado en segunda fila, un joven con el mismo aspecto del chico de la foto de Iker me miraba con curiosidad. «¡Pero si soy yo!» me alarmé. Lo cierto es que sentí un extraño temblor al reconocerme. Aunque aquel tipo parecía tener algo más de edad que yo, me pasé el resto de la ceremonia vigilándolo, intentando despejar como fuera aquella impresión. No pude. El joven tenía mi peinado, idéntico color de ojos, las mismas manos… Por pura vergüenza no me atreví entonces a decirle nada a nadie. ¿Alucinaba?

En aquellos días había tomado prestada de la Biblioteca una antología de cuentos de Edgar Allan Poe y estaba leyendo uno titulado William Wilson. Era la historia de un chico educado en un pueblo de Inglaterra que un buen día conoce a otro que se llama igual que él. Ese «segundo Wilson» no tarda en convertirse en su peor enemigo; lo contradice en todo, compite con él por cualquier cosa, y hasta sus compañeros acaban por confundirlos en cuanto se enteran de que han nacido el mismo día del mismo año. Seguramente Poe, tan hipnótico como era, había conseguido embaucarme tanto con su relato que aquel «Javier» que tenía enfrente debía de ser una sugestión literaria… Pero allí estaba. Y tampoco me quitaba ojo de encima.

En esa época yo no había oído hablar aún de los doppelgängers, término alemán utilizado para referirse a esta clase de «reflejos». Por supuesto, ignoraba que muchos escritores habían visto el suyo, como Goethe por ejemplo. «El más grande hombre de letras alemán» se tropezó con su doble en un bosque, camino de Drusenheim. Lo confesó en el libro XI de su autobiografía Poesía y verdad dando detalles incluso de la vestimenta de aquel «Goethe», que lucía un traje que no reconoció pero que usaría ocho años más tarde en un viaje por esa misma región. También dedicó algunas páginas a este asunto Julio Cortázar, el mejor traductor de Poe al castellano, o el Nobel José Saramago en su novela El hombre duplicado, donde su Teruliano Máximo Alfonso se tropieza con él mismo y decide espiarlo.

Yo, por cierto, también quise hacerlo con aquel «Javier», pero al salir de misa sencillamente se había esfumado. Solo me dejó el desconcierto. Una inquietud íntima, rara, que he callado hasta ahora. Y si hoy la recupero no es solo por el ocurrente tuit de Iker, sino porque según andaba buceando ahora en mis recuerdos, el cartero ha dejado en mi buzón el último libro de otro amigo, Óscar Fábrega, que ha dedicado justo al escritor de Baltimore. En las casi seiscientas páginas de A propósito de Poe, Fábrega hace un hueco para hablar de William Wilson. Y he tropezado con esa mención nada más abrir el libro… ¡Nada más abrirlo! ¿Casualidad? ¿Quizá cosa de los «duendes de biblioteca» de Jung?

Repasando en frío la situación me alegra no haber visto a mi doble a la salida de misa, porque aquel William Wilson terminó asesinando a William Wilson y, en un giro muy a lo Poe, descubriendo demasiado tarde que había acabado con él mismo. A esos dobles, pues, mejor no tocarlos. Y si no, rastreen también en Plauto, Dostoievski, Stevenson o Borges sus huellas y se convencerán. Yo, claro, ya lo estoy. Y creo que Iker Jiménez también.