Apuntes
De los romanos y sus cosas...
Como en Davos, también los grande patricios hablaban de lo importante: el control social
La historia de Roma nunca pasa de moda y se lo dice uno al que en estos Reyes Magos le ha caído por triplicado el último libro de Posteguillo, sobre César, con las revueltas serviles, la pugna entre populares y aristócratas y los prolegómenos de la caída de la República. Es novela, claro, pero refleja bien un período apasionante en el que se prefigura la lucha de clases y la larga batalla por los derechos civiles que aún perduran. Porque el poder, no importa su origen, tiene la extraña capacidad, que algunos llaman virtud, de adaptarse a las circunstancias del momento para seguir haciendo lo de siempre, joder al de abajo, a ser posible, sin que este perciba el abuso en toda su extensión. Funciona más el engaño que el miedo, aunque, a veces, lo expeditivo es recurrir a la violencia. La panoplia es amplia, y fomentar el rechazo al otro, al diferente, fragmentar el cuerpo social y subsidiar generosamente la indiferencia ante la gestión de la vida pública, el pan y circo, son prácticas que nunca nos abandonan del todo.
Hay que imaginarse aquella Roma, la capital del orbe conocido, como un inmenso camping, donde las infraviviendas, ínsulas, apenas eran refugio nocturno y toda la vida discurría en las calles, plazas, mercados, tabernas, baños y letrinas comunales, abono de rumores y consejas, mientras en las afueras los poderosos gozaban de sus domus o, más allá, de las villas campestres, auténticos feudos protegidos por muros y guardas privados, y una servidumbre que llegaba a ser legión. La vida en Roma podía ser incómoda, la inseguridad ciudadana, sobre todo por las noches, era proverbial, pero no se puede negar que los romanos del común estaban siempre muy entretenidos en sus cosas, principalmente, en cómo sobrevivir dando el menor palo al agua, entre otras razones, porque el trabajo no solía ser un camino hacia el éxito social y la riqueza. El patriciado, consciente del potencial revolucionario de una masa que tiene poco que perder, ya lo demostraron los Graco, procuraban mantenerla distraída y subvencionada en lo posible.
La pesadilla era una interrupción de los suministros de trigo desde Egipto y Sicilia, más tarde, desde Hispania, con el correspondiente incremento del precio de los alimentos. Por lo demás, la moralidad fue decayendo desde los estrictos estándares de los padres fundadores, del soldado-ciudadano que forjó el imperio, y las quejas de los intelectuales del momento sobre la decadencia y la pérdida de modales de la juventud se leen ahora como de plena actualidad. El vino barato, las viandas de mala calidad, las diversiones groseras, las actividades públicas gratuitas, sufragadas por los poderes públicos, contrastaban con las mesas exquisitas de los poderosos y una vida cultural en la que militaban poetas y dramaturgos que aún nos llenan de asombro por su calidad y la compresión del alma humana.
Y, como en Davos, también los grandes patricios, los senadores influyentes, reclamaban la vuelta a la virtud, al espíritu de sacrificio que hizo grande al Imperio y cantaban las excelencias de la modestia, (pásame esa garra de oso confitada, por favor), de la honradez cívica y de la política entendida como servidumbre. No hablaban del cambio climático, aunque cada vez que hacía algo más de frío se incendiaba media ciudad, porque no existía el Panel de la ONU. Pero sí de lo único importante. De, exactamente, lo que está usted pensando, del control social.
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