Aquí estamos de paso
A mí no me saques
Deberíamos vigilar que lo que hacemos o decimos en ámbitos privados aunque sea en espacios públicos, no pueda difundirse en un instante a todo el mundo sin nuestro permiso
Hasta no hace mucho los barridos de las cámaras de televisión en los eventos deportivos eran celebrados por el público como una suerte de regalo inesperado al verse reflejado en las enormes pantallas de los estadios. Por una vez, y en la atmósfera propicia de los momentos ociosos, el personal podía sentir que salía en la tele, en alguna tele, aunque fuera la del estadio, y así vivir sus quince segundos de gloria. Todo el mundo parecía y aparecía feliz en la gran pantalla. Luego la cosa fue convirtiéndose en hábito común y entonces nació lo del beso: si una pareja se veía protagonista del gran pantallazo, manifestaba su contento marcándose un piquito. Las redes, que rápidamente acogieron como propia la simpática costumbre de compartir efusiones amorosas con el público en general, adoptaron el contenido como mercancía de difusión y los besos de cualquier lugar del mundo terminaron recorriendo el planeta como felices acontecimientos de la saludable vita cotidiana. El mundo está cada vez más sucio, las guerras nos siguen socavando, las hambrunas, naturales y provocadas, matan a centenares de personas, Trump todavía toma decisiones y la IA va camino de controlar nuestras vidas si no lo ha hecho ya, pero millones de personas se olvidan o se consuelan ante la huella electrónica de los besos de perfectos desconocidos a miles de kilómetros. Los momentos felices siempre nos dejan marca. La costumbre prendió también en los conciertos de algunos grupos musicales. Y la celebración siguió. Nadie preguntaba a nadie, las cámaras barrían gradas y patios, recogían imágenes y las rebotaban a la gran pantalla y a las redes como parte de la borrachera de fiesta compartida. Hasta ahora. En su último concierto, el cantante del grupo británico Coldplay, Chris Martin, advirtió al público de que el momento del retrato había llegado. Ocioso es recordar por qué. La pillada de una pareja norteamericana amorosamente abrazada durante un concierto hace unos días con alguien que no era su cónyuge, y, sobre todo, su torpe aliño a la hora de pretender borrar el momento, ha sido y sigue siendo la imagen del verano en todo el planeta. De hecho, desde entonces los besos de los barridos en estadios han sido sustituidos por imitaciones del fallido intento de esconderse de estos popularísimos ejecutivos estadounidenses: ella se gira a un lado, él se agacha para salir del cuadro de la cámara.
En estos tiempos que vuelven a ser de incertidumbre recurrir a momentos de emoción, buscar la alegría fugaz allá donde se encuentre, poner en valor amores y emociones gratas aunque sean instantáneas o forzadas es un recurso no sólo comprensible sino digno de consideración o aplauso. Pero hay escenarios que deben cuidarse, territorios que exigen atención y pisar con tino no sea que nos vayan a meter en alguna ciénaga de la que no podamos salir.
Es divertido y quizá hasta sanador, limpieza de culpas propias en almas extrañas, hacer coñas con situaciones comprometidas que, naturalmente, no nos afectan a nosotros. Pero acaso merezca una pensada la forma en que estamos normalizando la intromisión repentina y potencialmente destructora en las vidas privadas que las nuevas formas de comunicación permiten y alientan. La forma en que incluso nosotros la alentamos. Del mismo modo que nos escandaliza que alguien pueda copiar nuestra voz o nuestra imagen con Inteligencia Artificial, deberíamos vigilar que lo que hacemos o decimos en ámbitos privados aunque sea en espacios públicos, no pueda difundirse en un instante a todo el mundo sin nuestro permiso. Seguiremos perdiendo libertad si no le ponemos freno.