Literatura

Francisco Nieva

El niño como interlocutor

Mi madre, en casa de su abuela, llegó a pedirle a mamá Dolores que le regalase una corona de muerto para jugar. Para jugar a estar de cuerpo presente, muy arreglada y maquillada, escuchando las condolencias de quienes la mirasen

La Razón
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Mi madre, desde muy pequeño, no dejó de hablarme como si yo tuviera juicio, palabras incomprensibles y sin sentido, sonidos agradables y afectuosos que no cesaban nunca. Hasta que la entendí, despertando mi asombro y amueblando de gratas sorpresas mi imaginación. Ella se contaba a sí misma como la protagonista de una novela, la novela de la niña Pilar Nieva Rodero. Casi una confesión. Y yo era como un buzón inerme que recibía ese aluvión de confidencias de lo más íntimo y particular; de lo feliz que era viviendo con su abuela, mamá Dolores, que satisfacía todos sus caprichos y soportaba toda su irascibilidad; que le asustaban tanto las moscas como los curas, que se pegaba con todas las niñas de la escuela.

Su abuela le decía: –«Antes de pegarle a otra niña, te tomas uno de estos trocitos de jamón que yo te pongo en este papel de plata. Así te calmas y evitas que te manden a casa para mi vergüenza».

–«¿Y te dio resultado?”, preguntaba yo.

–«No del todo, porque después de comerme el jamón me encontraba más fuerte para recomenzar a patadas con las otras chicas. Mamá Dolores todo me lo perdonaba; pero yo la traicioné, eligiendo vivir en casa de mis padres, que ya disfrutaban de la luz eléctrica. En casa de la abuela sólo se iluminaban con velas y quinqués, y a mí me parecía cosa de magia darle vuelta a una llave y que se hiciera al instante la luz del día. Mi abuela se llevó un disgusto tremendo, pero yo no tuve corazón».

De esa manera yo estaba recibiendo una valiosa información y conocimiento del carácter femenino, endosando multitud de confidencias íntimas de una supuesta niña mala, coqueta y egoísta. Abandonando el amor y los cuidados de mamá Dolores, la niña Pilar también abandonaba un privilegio, otro milagro de la realidad física que parecía cosa del otro mundo, fenómeno paranormal, hecho para ser gustado especialmente por aquella criatura tan rara. Helo aquí:

En el dormitorio de mi madre y en la contraventana de madera se había producido un agujero que por un efecto de la óptica era el mismo fenómeno de la cámara oscura, tan empleado por los antiguos pintores, y en la pared frontera se proyectaban nítidamente las imágenes de la calle, como lo veríamos hoy en la televisión o en el cine. ¡Sensacional! Una fuente de sensaciones muy gratificantes y entretenidas. Se veía el ir y venir de los vecinos, pasar a los vendedores ambulantes, jugar en el arroyo a los perros y a los chiquillos. Un documental inacabable, costumbrista, novelesco. A la niña Pilar le sucedían cosas tan extrañas y estupefacientes, y su empeño principal era sorprenderme en todo momento, demostrándome que la mera realidad ya es milagrosa, tanto que muchas veces supera la ficción. La realidad es mágica y la mejor literatura lo está ratificando constantemente: las novelas de Dickens, «La comedia humana» de Balzac, «Los episodios nacionales» y las novelas contemporáneas.

Ya en casa de sus padres, la niña Pilar se miraba constantemente al espejo y evaluaba los posibles defectos de su rostro. Tenía una nariz algo porretuda y ella consideraba que debería ser más puntiaguda, por lo cual se ponía una pinza de la ropa en la nariz durante toda la noche, lo que perturbaba su sueño normal. «Por la hermosura, pasar cochura».

Mi madre, en casa de su abuela, llegó a pedirle a mamá Dolores que le regalase una corona de muerto para jugar. Para jugar a estar de cuerpo presente, muy arreglada y maquillada, escuchando las condolencias de quienes la mirasen. «Una niña tan linda como ésta, qué pronto nos ha abandonado». Con estas fantasías se consolaba, y así me lo contaba con todo detalle. Como ya he dicho, no cesaba de contarse a sí misma como la heroína de una novela.

Con aquella su lata confesión, mi madre me estaba enseñando a escribir novelas: «Pantaélica», en donde yo me inventaba toda clase de aventuras sorprendentes. Me trasmitió también el sentido de lo teatral, los disfraces, la representación, lo solemne, los diálogos de la vida común. Imitaba a la perfección los giros y las voces de los arrieros y hasta del vendedor de petróleo, sus juramentos y blasfemias, las letanías quebradizas de las beatas... Me infundió el sentido del absurdo y del surrealismo, el movimiento literario más prestigioso del pasado siglo.

No obstante, cuando yo le leí las primeras escenas de «La carroza de plomo candente», obra que supuso mi consagración como dramaturgo, ella se espantó: –«Qué abominación es esto que has escrito. Rómpelo inmediatamente». No se reconocía en aquello que había sembrado en mí. Pues siempre he considerado que en mi manera de escribir influyeron determinantemente las confesiones íntimas –y en extremo subjetivas– de mi madre. De todos modos, a partir de entonces, nunca más volví a leerle nada de lo que escribí.