José Jiménez Lozano
Las famosas dos Españas
Entre los escasos recuerdos juveniles, relacionados con la política internacional del tiempo, está la figura de Monsieur Antoine Pinay, con su bastón y su sombrero que nos recordaba a Azorín, pertenecía a una pequeña formación política llamada «Centro de independientes y campesinos» que ejerció provisionalmente como jefe del Gobierno francés, desde marzo a octubre de 1953 mientras se ponían de acuerdo los señores políticos. Los periódicos y la radio españolas de aquel tiempo repetían todos los días que Francia estaba sin Gobierno, contra lo que sucedía en España donde había un Gobierno fuerte, y entonces muchos españoles se imaginaban a los franceses en una situación anárquica o de manga por hombro, sin imperio de la ley y presencia de autoridad, y se aterraban, porque había habido recientes experiencias en este sentido. Pero claro estaba que un Gobierno Provisional podía gobernar, porque allí estaba el Estado que, digamos que como los ujieres y porteros de los ministerios, y el resto de los funcionarios, eran «los fijos en el cargo», mientras los señores ministros y demás políticos siempre son provisionales.
Costó Dios y ayuda, entre nosotros, que los funcionarios fueran políticamente neutrales, y no se consiguió en los niveles más altos, mientras que en Francia de directores generales para abajo todo el mundo de la administración es un funcionario políticamente neutro, y entonces un gobierno sólo tiene que orientar la política, y todo va sin discusión como la seda.
El problema no es tan fácil en nuestra España, porque la Administración tiene demasiados políticos en puestos que deberían ser puramente funcionariales. Pero no se trata de abundar en problemas que con leyes y tribunales se atajan, sino de sajar de una vez una situación singular en el mundo entero y de una consistencia verdaderamente trágica, porque España no es la misma realidad para los españoles de una denominación política que para los de otra. Y ésta es una situación anómala que nos permite entendernos o matarnos como extraños, al margen de nuestra común españolidad. Es decir sin que ésta cuente para nada.
Pero hay que recordar un tiempo en que una gran parte de España estaba combatiendo por su libertad como nación contra la República Francesa, y otra parte de españoles introdujo las libertades republicanas en su primera Constitución, y no hubo transacción posible en esa situación, y aparecieron dos bloques ideológicamente monolíticos pero no dos Españas, aunque así aparecieron con argumentos de trinchera política y eventualmente de un choque real, y luego se teorizaron más académicamente, porque era mucho más fácil fabricar una explicación ingeniosa que tener el valor de afirmar que no se trataba dos Españas, sino que siempre se trató y se trata de una única España que se desgarra a sí misma. Lo hizo durante todo el siglo XIX y la primera mitad entera del XX hasta la cainita Guerra Civil. Y también más allá. Y, solamente mediado el siglo XX, los españoles mismos que sobrevivieron a la brutalidad de la Guerra Civil deciden levantar una España que pueda ser ella misma para todos, y lo logran. Aunque no sé si logran verdaderamente que la condición de la españolidad sea el primer valor común de los españoles. Porque cuarenta años después, han llegado otros españoles, en medio de la ruina total de los valores, a quienes no parece importar para nada ni la idea de España ni España misma. Proclaman la propia voluntad como ley moral –el «quod libet licet» que rechazó en nombre del honor el mismísimo emperador Caracalla hace casi dos mil años–, y tratan de decidir lo que ha sido y debe ser España, e incluso que no debe ser ni existir. Y también parecen aprestados a volver a dividir a todos los otros españoles con el odio, para alzar la esquizofrenia de las nuevas dos Españas «de los hunos y los hotros», que escribía don Miguel de Unamuno con sus antiguas costras, la España en perpetua jarana ingobernable, o ninguna España en medio del alegre nihilismo reinante.
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