José Jiménez Lozano

Un pueblo de filósofos

La Razón
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Como el discurso público español es solamente de política partidista, no de asuntos españoles, y tampoco es un discurso moral o de intereses intelectuales o estéticos ni de cualquiera otra clase, ocurre algo o mucho de lo que decía Alcalá Galiano que sucedía con los libros y periódicos en los años de las Cortes y de la Constitución de Cádiz: esto es, que los escritores concluyeron por decidirse a escribir también de política, que era decir acerca de zarabanda guirigay total de mil y un partidos, porque otra cosa no interesaba a los españoles. Las imprentas no daban abasto a lo que se escribía sobre las discusiones que provocaban los miles de informaciones, alabanzas, insultos, quejas, vítores, proclamaciones y peticiones a las Cortes, insultos y canciones, y todo lo que se le ocurriera a cualquiera, ya fuera una fantasía o una bruticie. O algo tan encantador como en el caso de la petición de un maestro de escuela a las Cortes para que se suprimiera el tiempo verbal del «plusquam perfecto» porque no podía haber nada más perfecto que lo que ya es perfecto.

Y no voy a decir que nuestro discurso público de hoy es algo tan plural como aquel de «los tiempos de Cádiz» porque lo es mucho más, con más medios, y un contagio tal sobre la conciencia de que cada ciudadano que le obliga a pensar que es un filósofo y su opinión todo un sistema de salvación, nunca previsto en la historia de la filosofía general y política, desde Aristóteles y Platón hasta Maquiavelo y Guicciardini, Hobbes y Hegel, o don Carlos Marx.

Cuando se publicó la Constitución de 1812, los Padres de la Patria pidieron a la Iglesia que se leyera en vez de, o junto a las homilías, en la misa dominical, aunque después se llegó a un acuerdo de que cuando misa misa, y cuando constitución constitución, y porque ésta, además, ponía en el centro del deber primero de los españoles el de ser «benéficos». Y en estos tiempos nuestros hemos oído misas con homilías más o menos amasadas con política, mientras en el régimen anterior había más política amasada con misas, aunque, sean como sean las cosas, lo que no oímos frecuentemente o nunca es que nuestro primer deber sea el de ser «benéficos» o similares, sino que somos avasallados por infinitas ocurrencias de un pueblo de filósofos sobre el asunto de hacer cada cual lo que le plazca: «quid libet licet» que dijo su media suegra al emperador Caracalla, como aprendimos en el bachillerato.

«El Imparcial» de Sevilla escribía un poco perplejo: «El pueblo de Sevilla todo entero, sin faltar un solo padre de familia, se reunió en el café del Turco, y aún estaba casi vacía la sala; y reunido allí el pueblo, salió el pueblo por las calles a convocar al pueblo, y luego que se reunió el pueblo y se pudieron juntar unas dos docenas de personas, que son el pueblo, trajeron a la plaza un púlpito o tribuna, donde se encaramó un tribuno del pueblo y arengó al pueblo.» Un día y otro, éste era el trajín político y alborotador, que concluyó por intimidar a las mismas autoridades, cuando desde la diversión se pasó a más.

La masonería envió, entonces, a moderar esa efervescencia a don Olegarío de los Cuetos y a don Francisco Javier Istúriz y, aunque los alborotados filósofos políticos gaditanos les insultaron llamándole al primero «emisario», que pareció a todos algo terrible, pero el señor Istúriz, sin embargo, insistió en su autoridad y, al final, aunque no sin una intervención enérgica contra algunas agresiones físicas, se impuso el buen sentido, y prosiguió en paz la interminable exposición de los distintos remedios para los males del país y la consabida dialéctica de unos contra otros de quienes proponían esos remedios que, por cierto, algunos son los mismos que ahora se nos recomiendan.

¿Es que, para nosotros los españoles, no pasa el tiempo y estamos en una eterna y jaranera juventud?