Tribuna

¡Viva el caballero del escarabajo!

Admito que nunca he visto un entierro como el suyo. Aunque budista, anarquista, reencarnacionista, esoterista y saben los dioses cuántos «istas» más, al final optó por un rito cristiano para despedirse. Una misa

Allí, de pie, en la enorme iglesia de un pueblo soriano de apenas cuarenta vecinos, disimulando la tiritona por el frío que señorea el lugar, comprendí que mi viejo amigo Fernando lo había dispuesto todo a conciencia. Aquello parecía otra de sus trastadas. Hacía décadas que esa parroquia no se llenaba. Sin bancos para tanto fiel, el cura –uno mayor, amigo suyo, de esos obligados a recorrerse tres o cuatro pueblos al día para atender a su feligresía– había tenido la oportuna idea de traerse sillas plegables desde San Pedro Manrique. «Fernando pidió que me ocupara de su funeral», dijo desde el púlpito. Y entonces, entre escalofrío y escalofrío, empecé a encajar las piezas.

Fernando fue Sánchez Dragó para el mundo. Gnóstico convencido, acababa de morir a los 86 de un paro cardiaco en su escondite de Castilfrío. Era lunes de Pascua. El día de los resucitados. Y aquella extraña contradictio terminis me hizo sonreír. Así era él: una suerte de oxímoron viviente. Seis décadas antes, exiliado por sus ideas comunistas, tropezó en Asia con el mundo espiritual y se fascinó. Varanasi, Kyoto, Angkor, el Tíbet o Katmandú lo colmaron de orientalismo. En Benarés sufrió una epifanía que lo llevó a metabolizar la idea del karma, la transmigración de las almas y hasta la existencia de un más allá que debía recorrerse con los «mapas del bardo» de Buda o Laotsé. El impacto de aquello fue brutal. Dragó venía de conspirar contra el franquismo seducido por Jorge Semprún y los impulsores del PCE. De hecho, compartió cárcel con algunos hasta que un buen día se dio cuenta de que España podía (¡debía!) leerse en una clave que integrara materia y alma. Alumbró entonces un manuscrito de once kilos en el que mezcló los juicios severísimos de Menéndez Pelayo contra brujas y herejes con el Grial, la Atlántida, los sefardíes, los gitanos, los rosacruces, las drogas, los orígenes sagrados de la tauromaquia o el Camino de Santiago. Y de esa confrontación de opuestos, de ying y yang, surgió la chispa que lo impulsaría el resto de su vida.

El tocho terminó impreso en cuatro tomos bajo el título de Gárgoris y Habidis: una historia mágica de España. Caro Baroja, Dámaso Alonso, Aranguren, Arrabal, Savater y Luis Racionero lo escoltaron en una memorable presentación en el Ateneo de Madrid, acuñando como sin querer un término – «España mágica»- que terminaría haciendo fortuna cuando Juan García Atienza lo retomó tres años después publicando su Guía de la España mágica. Es decir, que Fernando creó lo que hoy es un género literario por derecho propio, aunque –cosas suyas– al final deploró que ese concepto se hiciera tan popular. Incluso renunció a él proponiendo que se mutara por el de «España oculta». No lo consiguió.

Tras aquel éxito primerizo llegarían Eldorado, Las fuentes del Nilo, El camino del corazón o La prueba del laberinto. En total, cuarenta obras con las que conquistó premios como el Planeta o el Nacional de Literatura y que irían conformando los capítulos de una autobiografía fabulosa y fabulada, casi inabarcable. Dragó ya no escribiría mas que de Dragó. Ayanta Barilli, su hija, también escritora, finalista como él del Planeta, lo caló antes de que entráramos a la iglesia para despedirlo: «Es un animal mitológico». En ese instante Akela, su hijo de diez años, apoyado en el ataúd donde descansaba Fernando, nos miraba sin decir nada. La vieja edición de Guillermo el travieso que acababa de dejar sobre su papá podía leerse casi como un jeroglífico. El travieso era él, Fernando. El mismo que se alborozó cuando supo que una nueva especie de escarabajo descubierto en Namibia llevaría su nombre (el somaticus sachezdragoi). El mismo que se inventó que lo habían sodomizado en algún rincón de Oriente para escándalo de los biempensantes o al que se le ocurrió decir que había sido seducido por unas «lolitas» de 13 años en Japón. Nada de eso ocurrió, claro, pero él lo contaba como una verdad heroica sin calcular los problemas que le acarrearía en estos tiempos de «cancelación». Le daba igual.

Admito que nunca he visto un entierro como el suyo. Aunque budista, anarquista, reencarnacionista, esoterista y saben los dioses cuántos «istas» más, al final optó por un rito cristiano para despedirse. Una misa. Sus mujeres, sus hijos, sus fieles eleusinos y sus amigos lo velamos en su particular «shangrilá» de Castilfrío recordando en voz alta algunas de sus provocaciones, pero también su generosidad y su talante para dialogar con los opuestos, con los que no pensaban como él, sin destilar nunca ni un gramo de ira contra nadie. No puede decirse lo mismo de las hordas que en Internet, a esas mismas horas, utilizaban fragmentos de sus libros buscados en Google para manchar su nombre.

«Por cierto, ¿te has fijado de dónde han traído las sillas para el entierro?», me inquiere Eva, mi mujer, en la iglesia. Sonrío otra vez. Dragó cerró su Gárgoris hablando de ese rincón de Soria en el que cada año los sampedreses pisan descalzos una alfombra de brasas para honrar a San Juan. Es uno de los grandes ritos de la «España oculta», en el que se celebra que solo el fuego –no el ígneo y vulgar sino el de la imaginación– es capaz de iluminar la larga noche de la muerte.

Lo dicho: «El caballero del escarabajo» –así gustaba llamarse sanchezdragoi–– lo había dejado todo dispuesto y bien dispuesto. ¡Incluso las sillas!