Opinión

La vivienda tiene solución si se quiere, pero no se quiere

El Gobierno dice que tiene la solución gracias a un plan de vivienda que nace muerto por su propio intervencionismo

Cuando en la década de los 60 y los 70 del siglo pasado el campo empezaba a despoblarse y las ciudades hervían de mano de obra barata, el Gobierno de aquel entonces –por supuesto fascista, malvado y cruel a ojos de la izquierda de la izquierda, tecnócrata y eficiente a ojos del tiempo–, tiró de creatividad legislativa para liberalizar suelo, reducir la fiscalidad del sector y potenciar la construcción para dar solución al déficit habitacional de vivienda social de fácil accesibilidad financiera, gracias a grandes promociones con precios muy asequibles para las familias con menos capacidad económica.

Esto permitió a una inmensa mayoría de hogares acceder a su primera propiedad en un momento en que sus ingresos no eran elevados, transformando su calidad de vida. Cierto es que esas promociones eran más baratas por la baja calidad de los materiales y su menor tamaño, pero no menos cierto es que el Ejecutivo de aquel momento vio el problema y buscó una solución rápida que, visto 50 años después, fue eficaz, eficiente, perdurable, segura y que sigue vigente pese a los problemas de gueto que se generaron en algunos de estos barrios.

En la actualidad, como en los tiempos del desarrollismo salvaje de la última etapa del franquismo, el problema para los hogares que son y que serán vuelve a ser el de la falta de vivienda, por culpa de un déficit de oferta asequible que provoca que tanto los precios del alquiler como de la compra estén disparados e impidan a cientos de miles de nuevas familias iniciar un proyecto en común. No existe una producción de viviendas suficiente desde el crack inmobiliario de 2008 por culpa de las restricciones financieras, del aumento del coste de construcción, de una preocupante falta de mano de obra en el sector, el exceso de fiscalidad y con el remate de la presión que ejerce la vivienda turística.

Las consecuencias son obvias y manifiestas: el retraso en la emancipación de los jóvenes, la precariedad habitacional y una sangría económica de los que desean comprar, que destinan más del 60% de sus ingresos –y en muchos casos el 100%– a afrontar ese gasto. El Gobierno dice que tiene la solución gracias a un plan de vivienda que nace muerto por su propio intervencionismo, al impedir que se rebajen los precios y al no eliminar los impuestos asociados. Ni siquiera ha sido capaz de liberalizar el suelo por ley, ni eliminar la burocracia que ralentiza la construcción ni acabar con la fiscalidad en la primera vivienda. Prefiere llenarse los bolsillos y vender demagogia e intrusismo, no sea que se hagan ricos otros.