
Religión
Pobre necedad
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

Meditación para este domingo XVIII del tiempo ordinario
Desapego y caridad, reconocimiento del otro y apertura a la Providencia. Sobre esto nos enseña Cristo en el evangelio de este domingo. Abramos nuestro corazón y dejémonos interpelar por su palabra:
«En aquel tiempo, uno de la gente dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Él le dijo: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”. Y les dijo: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: ‘¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha’. Y se dijo: ‘Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente’. Pero Dios le dijo: ‘Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?’. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios”» (Lucas 13, 12-21).
El evangelio de hoy está en relación con la parábola del sembrador de Lucas 8, 4-8. Allí Cristo habla de la semilla que cae entre cardos para representar a quienes escuchan la palabra de Dios, pero las preocupaciones de esta tierra y la codicia de los bienes materiales ahogan la semilla y no da frutos. También hace dos domingos también veíamos que Marta se dejaba llevar por esas preocupaciones del mundo, a diferencia de su hermana María, que sentada a la escucha del Maestro había escogido la parte que no le sería quitada.
Hoy contemplamos la insensatez de un hombre que atesoró riquezas sólo para sí mismo, sin considerar lo caduca que es la vida humana, y que no pasamos por esta tierra para consumir, sino para servir y compartir; no para acumular, sino para amar. Este es el mensaje central de nuestro texto: ¿Cuál es el fin de nuestros esfuerzos y lo que obtenemos a través de ellos? ¿Nos afanamos por lo pasajero o por lo eterno? Nos hace preguntarnos si consideramos los bienes como un fin en sí mismos o como medio para alcanzar lo que nunca pasa y todo lo trasciende. La historia cristiana, y también nuestro presente, están llenos de hombres y mujeres que han puesto sus bienes al servicio de muchos, que se reconocen a sí mismos como administradores y no poseedores, que viven confiados a la Providencia más que aferrados a sus pertenencias.
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Esta es otra gran enseñanza de nuestro evangelio: quién es y qué no es Cristo. Él es Dios entre nosotros, profundamente cercano pero también radicalmente trascendente. El personaje que pide a Cristo que actúe como árbitro no entra en el misterio de Dios que se acerca a nosotros. La parábola no nos dice su nombre, porque quien no reconoce a Dios pasa como un anónimo más por la vida. Desconoce tanto lo divino como lo humano. Utiliza a Dios como un instrumento y no reconoce a su hermano como tal, sino como un contrincante. Poniendo su corazón en los bienes, queda lejos del Sumo Bien. Así Cristo nos está enseñando a dar su justo lugar a cada cosa, especialmente en relación a Dios. No se trata de despreciar los bienes, sino de darles su verdadero valor, poniéndolos en función del doble mandamiento de amar a Dios sobre todo y al prójimo como a nosotros mismos.
La Iglesia de hoy, como cada uno de nosotros, también se enfrenta constantemente al dilema de hacia dónde orientar su mirada: si fijarse en los asuntos del mundo o atender a su misión de anunciar la salvación eterna. En ese sentido, este evangelio nos interpela también como cuerpo eclesial, invitándonos a revisar nuestras prioridades, nuestras inversiones –no sólo económicas sino también afectivas y espirituales– y nuestro verdadero tesoro. ¿Dónde está el corazón de la Iglesia? ¿Se encuentra en las estructuras, en la visibilidad, en el prestigio social o, como María a los pies del Señor, ha escogido la mejor parte?
Dios mide con justicia, y no se deja deslumbrar por fachadas o grandes estructuras mundanas, sino que pesa la rectitud interior de su comunidad. Por eso la Iglesia no puede ser medida por sus logros humanos ni por su adaptación al mundo, sino por su fidelidad a Cristo y a su mensaje. Dios mira la fidelidad al evangelio, no la eficacia organizativa ni el éxito según los criterios del mundo.
No se trata de huir del mundo ni de despreciar la acción en él, sino de poner todas nuestras obras al servicio del Reino. La Iglesia está llamada a ser pobre en espíritu, confiada en la Providencia y entregada a los más necesitados. Cuando atiende sólo lo temporal, buscando asegurar su supervivencia terrenal, corre el riesgo de olvidarse de su vocación esencial: ser instrumento de salvación, sacramento del encuentro entre Dios y los hombres. Si Iglesia pospone esta misión esencial será la sal que pierde su esencia y, tarde o temprano, será arrojada por tierra para que la pise la gente (Mateo 5, 13).
El verdadero tesoro de la Iglesia es Cristo mismo. Todas sus posesiones, talentos, propiedades y capacidades están ordenadas únicamente a darlo a conocer y hacerlo presente. Somos humildes siervos que siembran, confían y esperan. Por eso hoy, como en la parábola del rico insensato, resuena una advertencia: si la Iglesia gestiona reuniones para mirarse a sí misma, en vez de mirar a Dios y las necesidades del prójimo, si se distrae organizando sin llegar a evangelizar y habla sin orar, será llamada también “necia”, por no haber sido rica ante Dios. Solo desde el desapego podrá amar, y solo amando será verdaderamente libre.
El ofertorio de cada misa, cuando presentamos el pan y el vino en el altar, es el momento para vivir este desapego espiritual y unir nuestros esfuerzos, trabajos y esperanzas al sacrificio del Señor. Por tanto, valoremos de manera especial este momento de la Eucaristía, desapegándonos, a través del ofrecimiento agradecido, de todo lo que el mismo Dios ha puesto en nuestras manos. En nuestra acción de gracias reconoceremos al Bien Eterno, cuyo amor y cuyo veredicto final sobre nuestras vidas son lo único que nos debe importar. Igualmente, reconoceremos a las otras personas como partícipes y destinatarios de nuestra caridad, que es la virtud que nos alcanza la vida en plenitud.
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