España
En ocasiones, está a la vista. Pero en la mayoría de los productos alimenticios la presencia del azúcar está oculta entre sus ingredientes. Basta con pasear por un supermercado para darse cuenta de que encontrar un alimento sin este edulcorante es algo más que complicado. Aunque se salte los pasillos de la bollería industrial, los cereales, los chocolates o las chucherías, muchos de los productos que se consumen a diario lo contienen. De hecho, se estima que el 80% de los azúcares que se ingieren están en alimentos procesados sin ser conscientes de que lo incluyen. Es por eso que el reto que protagonizó Sacha Harland se convirtió en una cruzada difícil de ganar.
Este joven holandés se sometió, durante un mes, a una dieta «anti azúcar», eliminado todos aquellos añadidos de su rutina. Tras un mes de prueba, perdió cuatro kilos, redujo su colesterol y mejoró su presión sanguínea. Su estado de ánimo también evolucionó durante el experimento: al principio, estaba de mal humor y se encontraba muy débil; pero, con el paso de los días, sintió un ligero proceso de desintoxicación. De modo que recuperó toda su energía e, incluso, llegó a tener más que cuando realizaba lo que él consideraba una dieta «normal». Sin embargo, su sensación no es única. Todos los que se someten a una dieta con una alta restricción de azúcares añadidos apuntan lo arduo que resulta mantener el propósito, casi como si uno se estuviera desenganchando de una droga. «Consumirlo en exceso hace que se acumule en forma de glucógeno en el músculo y de grasa en el tejido adiposo», subraya Susana Monereo, jefe del Servicio de Endocrinología y Nutrición del Hospital Universitario Gregorio Marañón de Madrid. «Tomarlo en una cantidad precisa no produce problemas, pero hacerlo en grandes cantidades produce obesidad, diabetes y caries».
Según las últimas recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, una persona debería reducir la ingesta de azúcares libres a menos del 10% del total de calorías. La de Sacha, como la de buena parte de las personas que se suman a esta nueva moda, fue mayor. Pero no por ello, más beneficiosa. En ese sentido, resulta importante identificar los tipos que existen: por un lado, los hidratos de carbono complejos (verduras, hortalizas, pan, pasta, arroz) y, por otro, los azúcares simples (mermelada, dulces, galletas, bollería, fruta). «Aunque el consumo nulo de azúcar es casi imposible, ya que muchos alimentos lo llevan de forma intrínseca en su composición, mantener durante demasiado tiempo este tipo de dietas puede conllevar problemas de salud», explica Ramón Estruch, investigador principal del centro de Investigación Biomédica en Red-Fisiopatología de la Obesidad y Nutrición. «Los efectos secundarios más comunes de este tipo de prácticas restrictivas son fatiga, somnolencia, inapetencia, mal aliento, estreñimiento, dolores musculares y problemas de concentración». Aunque también puede dar lugar a patologías más graves como cólicos nefríticos, complicaciones cardiovasculares y alteraciones del funcionalismo hepático.
Las restricciones de los azúcares simples implican eliminar alimentos de baja calidad nutricional, lo que conlleva una mejora de la calidad de vida en general: disminuye el consumo de calorías vacías que favorecen el aumento de peso, se regula el correcto funcionamiento del apetito, aumenta la ingesta de vitaminas y minerales, se recupera el umbral de los sabores, evita que se presente la resistencia a la insulina e, incluso, aumenta la esperanza de vida. «Esto aporta calorías más nutritivas y, paralelamente, más saciantes, ya que no producen un aumento y descenso tan rápidos de la glucemia», añade Estruch. Sin embargo, ¿resulta tan sencillo eliminarlos de la dieta? La respuesta es sí. «Debemos recuperar la alimentación basada en productos frescos, de temporada y que requieran elaboración propia para ser consumidos». De ahí que las guías y pautas alimentarias actuales estén enfocadas en recomendar productos integrales no refinados, legumbres, frutas, verduras, frutos secos, aceite de oliva virgen extra, yogures naturales, pescados... «Así, se asegura una ingesta rica en fibra, vitaminas, minerales y compuestos activos naturalmente presente en su composición».
Cerebro e hígado, implicados
El consumo elevado de hidratos de carbono, especialmente de azúcares simples, precisa de la acción del hígado para almacenar este exceso en forma de glucógeno hepático y, posteriormente, en forma de grasa. Según un estudio realizado por la Universidad de Duke (Estados Unidos), esta transformación se produce como consecuencia de un exceso de este nutriente en la sangre y puede dar lugar a diversas patologías. «Esta acumulación en los hepatocitos se denomina esteatosis y puede conllevar una inflamación del hígado y posterior fibrosis, cirrosis y cáncer», mantiene Estuch. Estos se suelen manifestar a través de dolor en la parte superior derecha del abdomen, fatiga crónica, malestar general y pesadez después de las comidas. Aunque hay casos en los que no se detectan síntomas porque el paciente tiene el hígado demasiado grande.
En cuanto al cerebro, éste consume 5,6 miligramos de glucosa por cada 100 gramos de tejido cerebral por minuto. En él, la mayor demanda de energía procede de las neuronas, que dependen de esta sustancia primordialmente. Por ello, a pesar de que el cerebro representa menos del 2% del peso corporal, gasta hasta el 20% de la energía total de la glucosa que fabrica el organismo. «Que esto sea así no quiere decir que tengamos que consumir glucosa, sacarosa o fructosa directamente, pues las fuentes dietéticas de hidratos de carbono acaban siendo fuente final de glucosa para nuestras células en el cerebro», sostiene Ramón de Canga, dietista-nutricionista y doctor en Biología Funcional y Molecular. «Además, el propio organismo puede conseguirla a través del glicerol o de otras rutas bioquímicas. Sin olvidar que los cuerpos cetónicos procedentes del metabolismo de las grasas pueden servir de energía para el cerebro».
Para este académico de número de la Academia Española de Nutrición y Dietética, que es el Comité Asesor Científico del Consejo General de Colegios Oficiales de Dietistas-Nutricionistas, prueba de la importancia de la glucosa para nuestro cerebro es el hecho de que diversos estudios muestran cómo la alteración de sus niveles derivados de ciertos problemas metabólicos es fuente de enfermedades. «Enfermedades como la obesidad, diabetes tipo 2, alzhéimer, demencia e incluso diferentes patologías relacionadas son alteraciones neuronales se sugiere que pueden ser debidas a alteraciones en el matabolismo de la glucosa». Sin embargo, concluye, «nadie puede ni siquiera sugerir que, por tomarse un refresco o unas tostadas con mermelada, haya riesgo alguno para la salud. El mensaje de moderación ha sido desplazado por el de prohibición total». Y eso es un error.