Opinión
Supermercados
La muerte de Franco me pilló en Japón. Vivía yo entonces en Tokio donde era profesor en la antigua Universidad Imperial, corresponsal de Cambio 16 y redactor en los informativos de la NHK. Curiosa sincronía: me tocó dar la noticia del óbito en los programas de radio del servicio exterior de esa cadena. Pocos meses después regresé a Madrid, compré una guardilla de vitola barojiana en uno de sus barrios más castizos y me instalé en ella. Era como una pequeña aldea instalada en el corazón de la ciudad. Ya no lo es. La urbanitis, la terracitis, la socialité, la frivolité y otras dolencias de la modernidad la han ido degradando.
Había entonces muchas tiendas del ramo de la alimentación: pescaderías, carnicerías, pollerías, fruterías, ultramarinos… Todo eso está ahora en trance de extinción, sustituido por los supermercados. Hay, que yo sepa, por lo menos, cuatro: Carrefour, Dia, Eroski y Mercadona, que es el de más reciente apertura. Con ellos se va poco a poco al traste la vida menuda, cotidiana, amistosa, del barrio en cuestión. Los tenderos asisten con melancolía a tan imparable evolución. Los vecinos y, sobre todo, las vecinas, también.
No es cosa de ocultar la escasa simpatía que esos establecimientos, tan fríos, tan neutros, tan mecánicos, tan absurdos –hay que ver las colas a las que es preciso someterse para alcanzar la caja– y tan dañinos me inspiran. ¿A santo de qué, se preguntará el lector, les saco los colores en una columna dedicada a la salud? Sobra la pregunta, pues lo dicho –la salud– depende en gran medida de lo que metemos en la andorga. Ya saben: de lo que se come, se cría.
Y, prácticamente, todo lo que está congelado, precocinado, procesado, liofilizado, conservado en envases de plástico y producido industrialmente es perjudicial y/o altera el correcto funcionamiento del organismo. O sea: el grueso de los productos de alimentación que se despachan en los supermercados. En el ínterin, y de modo convergente, van transformándose las antiguas plazas de abastos en plataformas de gentrificación y multiformes centros de gastronomía pensados para turistas parranderos y dicharacheros visitantes de fin de semana. Yo, siempre disidente, tengo dicho a quienes en mi entorno familiar se encargan de traer a casa los víveres necesarios para saciar el apetito que no se aprovisionen en tales antros, pero doy en hueso. He perdido la auctoritas. Signo de los tiempos. ¡Qué le vamos a hacer!
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