Adiós
El elixir de la eterna juventud de Sánchez Dragó
Se aplicó la máxima de que una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir
Cuando apenas era un imberbe adolescente, tuve la fortuna de toparme de bruces una noche con un programa cultural de televisión que presentaba un sonriente y, para mí, desconocido, Fernando Sánchez Dragó. Lo emitían en la segunda cadena y aquello fue un shock. Con su pasmosa facilidad de palabra, el escritor logró causarme un efecto hipnótico y abrió mi estrecha mente a mundos que hasta entonces me eran ajenos. Durante las sucesivas semanas de emisión, allí descubrí cómo se las gastaba Bobby Fischer con Spassky, las andanzas chamánicas de Carlos Castaneda, el mundo lisérgico de Albert Hoofmann y la sabiduría de Antonio Escohotado. También fui testigo de la genialidad de Fernando Arrabal y sus reflexiones etílicas sobre el milenarismo. En aquellos programas, Sánchez Dragó se ponía el mundo por montera y lidiaba a los contertulios con habilidad taurina, cualidad que le acompañó durante el resto de su existencia.
Después de todo aquello, leí con denuedo sus excelentes artículos en Diario 16, seguí fielmente La Dragontea en la revista Época y adquirí uno a uno todos sus libros. Fui capaz de leer entero Gargoris yHabidis, me gustó Eldorado y consiguió atraparme su particular homenaje a Natsume Söseki a través del gato, su animal mágico. Sánchez Dragó siguió fielmente a su admirado Carl Gustav Jong y se aplicó la máxima de que una vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir. Era la base de un elixir de la eterna juventud que siempre aspiró encontrar y sobre el que volvía una y otra vez en las columnas que publicó durante años en A TU SALUD. Sánchez Dragó ya se ha ido y nos deja a los que le acogimos en estas páginas huérfanos. Como si estuviéramos en el alambre de Shiva. Adiós, maestro.
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