Coronavirus

El día de la marmota

Quienes tienen capacidad para aguantar de pie una situación crítica como la que padecemos tienen también la obligación de poner todo su valor al descubierto

No es que me esté acostumbrando a que el día de hoy sea igual al día de mañana, porque soy amante de la rutina y del orden, pero no del aburrimiento, aunque lo curioso es que mi vida no ha variado mucho desde el encierro obligatorio que viene dado por esta crisis mundial de salud. Yo sigo mis horarios, mis hábitos y mis usanzas en cada jornada, haya o no estado de alarma, si bien los trabajos de calle o del estudio de grabación o de directo están temporalmente suspendidos. Soy hogareña y de nada me sirve actuar como un gato rabioso en esta reclusión porque hay que estar al resguardo de un virus que nos puede llevar al otro barrio. No quiero mudanzas de momento: en este valle de lágrimas no se está tan mal. Sé que es cruel esto que digo porque a muchas personas les va la vida y el trabajo en esta obligatoriedad de aislamiento, pero son los que manejan la cosa pública quienes tienen que sacar esas castañas del fuego ardiente de la economía de cada casa, y si no, que se vayan y que dejen a otros con más preparación y con mejor criterio resolver esta crisis.

“El día de la marmota” es una peli en la que al protagonista cada día le ocurre lo mismo y todos los que llevamos con escrúpulo esta ordenanza de precaución nos hace sentir que, en efecto, un día es igual a otro, que las noticias son parecidas a las del día anterior solo que con más infectados, que la inoperancia de los políticos es exactamente la misma, jornada tras jornada… lo único que varía es la previsión del tiempo del querido Roberto Brasero, que informa que vamos a tener lluvia en el norte del país o que las temperaturas van a caer en picado. Algunos cursis graban vídeos con canciones alusivas a que todo va a ir bien como “Color esperanza”, “Resistiré” o la idealista “Imagine” de John Lennon: prefiero la que termina diciendo “I just believe in me”. Otras socialités y trepas ridículas hacen tutoriales de belleza y bienestar. Luego están las bendiciones urbi et orbe, las cadenas de oraciones y las novenas a santos milagreros. El muy querido y recordado Severo Ochoa creía en la ciencia y trabajaba en ella para que nuestra salud fuera mejor y mejor a través de los tiempos. Era un hombre sensible y sentimental a quien hice muchos dry martinys, su bebida favorita, y hablaba siempre con serenidad profunda de que la realidad de la vida era el trabajo diario y la investigación mejor que confiar en prodigios inciertos, que rara vez se producen.

No se me escapa que mucha gente necesita ayuda psicológica para salir de este trance, y lo entiendo. Todos tenemos un trasfondo débil que es menester suavizarlo y templarlo. Para ello se han inventado los ansiolíticos y los antidepresivos. Pero quienes tienen capacidad para aguantar de pie una situación crítica como la que padecemos, sea cual sea su nivel, su condición o su preparación, tienen también la obligación de poner todo su valor al descubierto para evitar que el ser humano desaparezca de la faz de la tierra.

“Dios te conserve fría la cabeza, caliente el corazón, la mano larga, corta la lengua, el oído con adarga, y los pies sin premura ni pereza” reza el inicio de un soneto de Unamuno, y en este trance que nos está tocando vivir y que nos tiene sumidos en el desconcierto podríamos aplicarnos todos y cada uno de sus versos. Parece que en un mundo lleno de egoísmo y ombliguismo, que viene a ser parecido, la gente, a fuerza de encierro, está empezando a meditar y a concluir que los unos sin los otros somos muy poca cosa.