Coronavirus
Cristina lleva más de 10 minutos llorando. Lo hace entre la rabia y la necesidad. Hay días, como éste, que superan a cualquiera. Son las 21:45 horas y, ahí, sentada en el filo de su cama, piensa en todos esos pacientes a los que le hubiera gustado dedicar un poquito más de tiempo. “Es impotencia”, dice esta enfermera del Hospital Doce de Octubre. Acaba de llegar a casa tras uno de los turnos más duros que recuerda, y apenas ha sido capaz de desconectar. No es que no haya hecho bien su trabajo, sino que la situación está cada vez más desbordada. “Si antes atendía a cinco personas por hora, ahora atiendo el doble. Lo haces con el mismo cariño, por supuesto, pero la tensión y la prisa también juegan en nuestra contra”. La crisis del COVID-19 está haciendo estragos en la mayoría de los hospitales de la Comunidad de Madrid, saturando las urgencias y agotando los recursos. Lo que sumado al miedo de los casos positivos y a la intranquilidad de los sospechosos, ha transformado estos centros en auténticos campos de batalla contra el coronavirus.
“Estoy agotada, pero sé que mi trabajo sirve para ayudar a gente que lo está pasando muy mal. Por eso merece tanto la pena. Sobre todo, cuando la gente te agradece la compañía y el afecto. Cualquier pequeño gesto nos anima a seguir adelante”, sostiene esta joven con esperanza. Aunque el panorama sea cada vez más desolador. “Necesitamos ganar tiempo para preparar nuestro sistema sanitario mejor", subrayó el presidente del Gobierno el pasado sábado en su comparecencia desde el Palacio de la Moncloa. "Lo peor está por llegar. Quedan días muy duros”. Cristina apenas alcanza la treintena y jamás había vivido nada parecido. A veces, incluso, lo equipara a una guerra. “Estamos aquí para luchar. Que nadie tenga duda de que vamos a ganar”, dice con garra, mientras empiezan a sonar los primeros aplausos en su barrio. Como cada noche, España se reúne a pie de balcón para darles ese abrazo colectivo que, por el momento y por motivos de seguridad, tan sólo puede protagonizarse a distancia. Resuena con mucha fuerza en su habitación. Lo sigue atenta. Casi sin pestañear. Y, claro, la emoción toma su lugar en ella, que encuentra en ese gesto el valor necesario para volver mañana a salvar vidas.
Algo que también comparte Sara. La última vez que escuchó esos vítores se encontraba poniendo la medicación a uno de sus pacientes en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Llevaba ya varias horas sin parar, intentado compensar el esfuerzo con el cariño. Aunque, en algún que otro momento, eso se convierta en una tarea bastante complicada. “Se me saltaron las lágrimas. Escuchar todo ese apoyo en los momentos más bajos hace que te reactives al instante”, recuerda esta enfermera del Hospital de La Princesa. Aquí lleva desde 2013 y para ella también es la primera gran crisis sanitaria a la que se enfrenta. De hecho, el mayor riesgo de ésta que ya deja 28.572 infectados y 1.720 víctimas mortales es que el sistema se colapse. Si bien es cierto que esto tan sólo ha ocurrido en las Urgencias de los hospitales de Leganés, Vallecas y Coslada, también lo es que todos demandan cada vez más personal, más recursos y más materiales de protección para no sobrepasar los límites. “Cuando cerraron mi planta para destinarla a casos de coronavirus, me enviaron a cubrir los servicios críticos. Llevo cuatro años sin pisarlos, pero tenemos que arrimar el hombro”.
Cada mañana, antes de entrar, tiene que lavarse las manos a conciencia y enfundarse su equipo de protección individual (EPI). Éste consta de guantes, bata impermeable, mascarilla, gafas, gorro para el pelo y casco, con las dificultades que supone llevarlos encima tantas horas. “Si no tienes que hacer ningún esfuerzo físico, lo llevas bien. De lo contrario, acabas reventado”, matiza Sara. A lo que hay sumar la escasez de instrumental. “Sólo nos podemos cambiar los guantes entre box y box”. El resto lo deben conservar en las mejores condiciones posibles toda la jornada. Hay que tener en cuenta que, en estas unidades, las enfermeras tienen que entrar, al menos, un par veces por turno para controlar a cada paciente, por lo que la coordinación del personal y la optimización del tiempo resultan clave. “Nuestro mayor miedo no es contraer el virus, sino actuar como vehículos de transmisión e inoculárselo a personas sanas”. Incluidas sus familias. Por eso, al llegar a casa, tanto ella como sus compañeras han desarrollado un ritual que, desde que el Gobierno decretó el estado de alarma, han cumplido a rajatabla.
“Nada más entrar por la puerta, nos quitamos la ropa y la dejamos en una esquina. Nos duchamos inmediatamente y lavamos todo con muchísima precaución”, sostiene. Ahora, ya con los suyos, aprovechará el resto del día para recuperar algo de aliento y afrontar emocionalmente los golpetazos que el COVID-19 está asestando a más de 9.702 personas en Madrid. A tan sólo siete kilómetros, es Teresa la que toma el relevo en el Hospital Ramón y Cajal. Lo hace con seguridad y aplomo. Y, por qué no, con una sonrisa de oreja a oreja. Pues, ante desafíos de esta dimensión, todo lo que sea transmitir cariño y positividad se agradece. “Recuerdo que tuve pavor el primer día, pero después acabas asumiendo que tienes que tirar para adelante e intentar hacerlo lo mejor posible”, reconoce esta enfermera de la Unidad de Diálisis, donde debe tener un especial cuidado. “Por nuestras instalaciones pasan 80 pacientes crónicos cada semana, por lo que no podemos arriesgarnos a que se infecten”. De ahí que el trabajo en equipo se haya vuelto indispensable en este momento.
“No nos vamos a rendir”
En la mayoría de hospitales ya se actúa así: enfermeras y auxiliares de enfermería colaboran y se apoyan mutuamente en todos los procedimientos. Así, cada vez que Teresa tiene que atender un caso, sus compañeras le ayudan a vestirse para que ninguna parte de su cuerpo quede al descubierto. “Si no estuvieran, sería mucho más complicado”, dice. Y no le falta razón: como deben optimizar los recursos, tan sólo entrará ella en la habitación, donde permanecerá buena parte del tiempo para realizar todas las tareas posibles. Mientras tanto, su auxiliar le guiará desde el exterior, controlando sus movimientos y cualquier necesidad. “Esta situación, pese a todo lo malo, nos ha unido más”. Especialmente, cuando el turno de noche comienza y el silencio toma la delantera en pasillos donde antes había demasiado barullo. Entonces, ahí, cualquier gesto de complicidad resulta esencial. Agustín, por ejemplo, sabe bastante de esto. Lleva trabajando 25 años con el mismo tesón y con la misma energía: “Cada vez que entro en la UCI, parece que voy a la guerra para luchar contra un enemigo invisible que no conozco de nada”.
No hay noche que este enfermero del Hospital Gregorio Marañón no entre con del mismo objetivo que se planteó hace varias semanas: vencer al COVID-19. “Poco a poco estamos aprendiendo cosas del él y de los mecanismos que tenemos para hacerle frente”, subraya. Por ejemplo, cada vez que intuban a un paciente lo colocan boca a bajo, pues se han percatado de que esta postura mejora su ventilación pulmonar. “Vamos descubriendo avances sobre la marcha. Eso también nos permite trabajar un poco mejor”. Lo que no quita que el estrés y la desazón, a veces, también hagan acto de presencia. “En toda mi carrera jamás he visto algo así. Ni siquiera durante el 11M. Aquel atentado fue una masacre, pero al menos no se contagiaba y no teníamos que protegernos”. Pero aún así, para Agustín tampoco existe alguna alternativa posible: “Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos por proteger a la población. No nos vamos a rendir”. Son las 22 horas y un nuevo aplauso acaba de comenzar.