Covid cero
“China, ¡acuérdate de los gorriones!”
“La actual política china de ‘Covid cero’ encuentra su imagen especular en la de ‘gorriones cero’, que se remonta a 1958″, señala José Luis Puerta, médico de familia y doctor en Filosofía
La historia no se repite, pero sus ecos nunca dejan de resonar. Por eso sorprende que el presidente chino, Xi Jinping (1953), no tenga presentes errores tan trágicos y cercanos como la catástrofe que provocaron a mediados del siglo pasado, cuando él era un niño, las políticas agrícolas e industriales impulsadas por Mao Zedong (1893-1976) y conocidas como el Gran Salto Adelante. A comienzos de 1958, el Gran Timonel exigió al pueblo chino el exterminio de los gorriones, pues veía en ellos (junto con las moscas, los mosquitos y las ratas) un diablo destructor de las cosechas.
Como relata Frank Dikötter en su libro, Mao’s Great Famine (2010), «en las ciudades la gente se subió a los tejados, mientras que los campesinos se dispersaron por las laderas y treparon a los árboles, todos a la misma hora para asegurarse la victoria completa». Unos probaban su puntería con tirachinas y escopetas; otros ondeaban piezas de tela, explotaban petardos o golpeaban ollas para que los gorriones no pudieran posarse y cayeran al suelo muertos por extenuación.
La política de «gorriones cero» provocó que las langostas, a las que depredan esos pajaritos, se multiplicaran sin control, formaran enormes nubes y arrasaran los cultivos. La fractura de los nichos ecológicos y otros despropósitos que formaron parte del Gran Salto trajeron el colapso de la economía y la Gran Hambruna China (1958-1961), que exterminó por inanición a 36 millones de almas, más del 5% de los 660 millones de individuos que poblaban entonces esa inmensa nación. El Gobierno chino tuvo que claudicar ante semejante catástrofe e importar gorriones de la URSS para reponerlos en su hábitat natural. Una muestra palmaria de lo que sucede cuando la pureza ideológica sojuzga al conocimiento y la experiencia. De alguna manera, la actual política china de «covid cero» encuentra su imagen especular en la de «gorriones cero».
A finales del otoño de 2019, un virus ignoto emergió en China. Desde entonces, en la pugna con ese proteico coronavirus los humanos hemos conseguido algunas ventajas competitivas: las vacunas, desarrolladas en un lapso jamás visto, y una terapéutica antiviral bastante eficaz. Allí donde están disponibles, aún faltan en muchas partes, los cuadros por la covid son menos graves, letales y frecuentes. Estos valiosos avances han hecho que España y sus vecinos permitan como mal menor que el virus forme parte de la cotidianeidad y los esfuerzos se concentren en la vacunación de refuerzo y la protección de los grupos de riesgo. China ha tomado otro camino: una guerra sin cuartel contra el virus y, como banderín de enganche, los confinamientos.
A pesar de la censura, distintos medios han difundido los efectos colaterales de esa ofensiva:escenas de violencia entre sanitarios y ciudadanos que cuestionaban las instrucciones recibidas; escasez extrema de alimentos; empleados durmiendo en sus oficinas porque el barrio donde están ubicadas fue sellado sin previo aviso; individuos que fallecen por falta de atención médica al no poder salir de la zona de confinamiento; modernos rascacielos de oficinas desalojados y convertidos en centros de aislamiento masivos; niños separados de sus padres confinados; o la vuelta a los «lazaretos», que es lo que evoca el complejo de pabellones construido en Guangzhou para cuarentenar a todos los que arriben a la ciudad, independientemente de su estado vacunal.
El complejo, una muestra de la «velocidad china» (levantado en solo tres meses), dispone de más de 5.000 celdas de aislamiento en las que se sirve la comida con robots. En todo el mundo y por diversos motivos, la mortalidad por covid no ha sido fácil de registrar ni de calcular. Aun siendo así, las cifras chinas comparadas con las de otras naciones no dejan de sorprender.
Desde el inicio de la pandemia hasta comienzos de mayo de 2022, el país asiático acumulaba un total de 5.200 muertes y 1,11 millones de casos frente a 1,83 millones de muertes y 194,36 millones de casos contabilizados en Europa. Un estudio recién publicado, que analiza datos hasta noviembre de 2021, concluyó que la tasa de mortalidad acumulada por 100.000 habitantes debida a la covid podría situarse en Rusia en 376; Brasil 332; España 314; EE UU 298; Gran Bretaña 250; India 250; Alemania 188; Corea del Sur 6; Taiwán 4, y China 1.
Con unos números tan lustrosos, ¿cómo no preguntarse por qué China sigue manteniendo de forma tan obstinada su política de «covid cero»? En esencia, existen tres motivos. Primero. En 2018 la Asamblea Popular Nacional de China abolió (con 2.958 votos a favor, dos en contra, tres abstenciones y un voto inválido) la norma constitucional que impedía al presidente de la República Popular China asumir más de dos mandatos consecutivos de cinco años.
El cambio introducido, por tan elocuente mayoría, permitiría a Xi presentarse a la reelección indefinidamente. Obviamente, su estilo de gobierno no ha sido el del «liderazgo colegiado» practicado por sus antecesores, sino el del carisma personal unido al compromiso de devolver a China al lugar hegemónico que le corresponde en el mundo y enterrar la etapa conocida como el «Siglo de la humillación» (un desquite semejante al que pretende Putin en Ucrania).
Xi quiere revalidar su tercer mandato en 2023 habiendo pulverizado el virus. Esto probaría que un Estado con un partido único y una vigilancia digital masiva está por encima de los modelos occidentales basados en la rendición de cuentas y el equilibrio entre libertad y salud pública. Henry Gao, profesor de la Universidad de Administración de Singapur, ve también en esta estrategia anticovid «una cruzada política para poner a prueba la lealtad de los funcionarios».
Segundo. Como ha señalado el sinólogo Eyck Freymann, Xi y el Partido Comunista son conscientes del desgaste que supondría «revocar la orden [covid cero] que, durante más de dos años, han mantenido de manera reiterada e inequívoca». Tal revocación, «no solo sería admitir un fracaso, sino deslegitimar gravemente el culto al héroe construido por el propio Xi con tanto esmero» (en 2019 el politburó lo nombró oficialmente «Líder del Pueblo», un título hasta entonces reservado a Mao). Vladímir Putin y Xi están en una situación parecida, no pueden desdecirse fácilmente de sus políticas porque ambos son sus principales heraldos. Así que, por ahora, Putin tiene que digerir su «misión especial» en Ucrania, que presenta más ribetes de miseria que de gloria. Y al líder chino le toca bregar con el surgimiento de conatos de malestar y desafección, y las consecuencias económicas de su particular campaña contra el coronavirus.
Tercero. Los confinamientos persiguen dos objetivos: interrumpir los contagios y contener los ingresos en los hospitales. Hemos asistido al desbordamiento de estos en los países con los mejores sistemas sanitarios. Nos han llegado noticias sobre lo sucedido en Perú, Brasil o India, donde los pacientes intentaban ser admitidos en hospitales carentes de oxígeno y medicación. Y hemos visto imágenes de la construcción en 10 días de un hospital de 1.000 camas en Wuhan, otra muestra de la «velocidad china» y signo inequívoco de la enorme presión que debió sufrir la sanidad en esa megaciudad. Por otra parte, sabemos que la disponibilidad de camas de intensivos constituye el cuello de botella en la atención a los casos graves y que su escasez aumenta notablemente la mortalidad. Antes de la pandemia, Alemania (el campeón mundial) contaba con 48 camas de UCI por 100.000 habitantes; Taiwán, 25; EE UU, 14; España, 10; Canadá, 9; GB 6, y China, 4.
Aunque está en marcha el plan China saludable 2030, lanzado por Xi en 2016, el país tiene un sistema hospitalario débil, las personas mayores conllevan muchas enfermedades crónicas y aún faltan por vacunar completamente 100 millones de ciudadanos con más de 60 años. A lo que hay que añadir que las vacunas chinas son menos eficaces que las occidentales y su uso no está permitido. Todo ello ha hecho que las prioridades políticas colisionen con la ciencia y el pragmatismo, y condenen al país a luchar contra el virus en 2022 con procedimientos de finales de 2019. Olvidando, como revela lo sucedido con los gorriones, que es un empeño vano pretender sortear la muerte ignorando el precio del ataúd.
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