Religión
«No necesito que Sánchez interprete la realidad»
El ex «ministro» vaticano de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, viaja a Madrid para participar en un homenaje a Benedicto XVI
El cardenal Müller impone. No solo por sus casi dos metros de altura y su porte aristocrático. También condiciona su profundo tono de voz con un castellano trabajado y su vasto argumentario. No en vano, durante cinco años ha estado al frente de uno de los «ministerios» principales del Vaticano: la Congregación para la Doctrina de la Fe. O lo que es lo mismo, la antigua Inquisición, el organismo que se encarga de salvaguardar la moral católica, lo mismo sometiendo a examen las nuevas teorías sobre la dogmática que condenando a los teólogos que la Santa Sede ve que rozan la herejía.
Fue Benedicto XVI quien fichó como prefecto en 2012 al que hasta entonces era obispo de la diócesis alemana de Ratisbona, una de las capitales intelectuales de Europa. Y precisamente ha sido Joseph Ratzinger quien le ha traído a Madrid, de la mano del Instituto de Humanidades Ángel Ayala del CEU, que organiza entre ayer y hoy un congreso para celebrar el 95 cumpleaños del Papa emérito, que alcanzó esta cifra el pasado abril. «La figura de Benedicto XVI es comparable a la de otros Padres de la Iglesia, un san Agustín de nuestros tiempos, debido al gran aporte que ha hecho al pensamiento católico poniendo a Cristo en el centro de la existencia del ser humano», comenta el purpurado a LA RAZÓN, que hoy cerrará este foro con la ponencia «La Iglesia y la unidad de la fe».
Preocupado como el que fuera su «jefe», por la deriva de la que Ratzinger denominaba la dictadura del relativismo, el cardenal alerta de cómo «el pensamiento actual está completamente politizado y todo acaba resituándose en las categorías de izquierda y derecha. Estamos ante un fracaso de la inteligencia humana».
Con esta misma contundencia expone cómo «la política piensa en las categorías del poder y la filosofía piensa en las categorías del ser. El poder está totalmente disociado de la moral y del pensamiento filosófico y teológico».
Desde ahí, lanza una alerta de «las consecuencias catastróficas» que puede traer consigo una moral «de fabricación propia». Es por ello que no tiene problema alguno en condenar abiertamente el «patetismo» de la llamada cultura woke, que promulga el aborto, la eutanasia, la relativización del matrimonio entre un hombre y una mujer, la ideología de género…
No lo hace como un profeta con mirada a futuro, sino remitiéndose a «lo que hemos padecido con los totalitarismos del pasado y del presente, lo mismo en Auswitch que en China o en Corea del Norte». Es más, incluso advierte del peligro de «destruir los fundamentos de la democracia en nuestra sociedad europea». ¿Los indicios? «Los políticos quieren reformular la historia y los hechos con un nivel intelectual bajísimo, pero a la vez con una interpretación peligrosa de la realidad», apunta, sabedor de que esta manipulación ideológica acaba derivando en «tratar a los ciudadanos, no como adultos, sino como esclavos o súbditos de sus ideologías».
Y sin necesidad de preguntarle directamente, el purpurado cita al presidente del Gobierno español: «No necesito a Pedro Sánchez para que me interprete la realidad. Debemos volver a Platón, a Aristóteles y a otros tantos maestros, que han de ser nuestros referentes e interlocutores a la hora de abordar la ética».
Por eso, no tiene duda de cuál ha de ser el principal cometido de los gobernantes hoy: «Deberían concentrar sus esfuerzos en resolver los problemas de verdad que tiene la gente y no enredarse en cuestiones antropológicas. Por ejemplo, en España tienen un grave problema de paro juvenil y no acabo de ver que sea una prioridad». A la par, el purpurado de 74 años también asigna tarea a los católicos. «Hoy España tiene que volver a ser el lugar donde luchar contra el ateísmo del trans y del post humanismo. Hemos defendido la dignidad de Cristo y ahora debemos defender la humanidad de Cristo», sostiene con la mirada puesta en otro de sus referentes pastorales, san Juan Pablo II. En este sentido, subraya cómo «la Iglesia no es una organización social ni el católico no puede hacer depender de su fe de un a priori ideológico o de una opción política» que le lleve a quedarse atrapado por las categorías de «conservadores y progresistas, capitalistas y socialistas».
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