Opinión
Benedicto XVI: un baluarte frente a la barbarie
Contra él los «lobos» actuarían de manera más descarada y sistemática
Puede interpretarse la elección de Ratzinger como la decisión, inspirada, de los cardenales electores de mantener la línea del pontificado anterior, caracterizado por la resistencia frente a un proceso revolucionario caracterizado por su profunda capacidad destructiva; nunca como entonces la Revolución había llegado tan lejos en cuanto a sus fines antropológicos; se planteaba ya la deconstrucción del hombre en un sentido inverso no solamente a la fe revelada sino también a la razón. Y el principal escollo —el único finalmente— con el que chocaban sus promotores era la Iglesia católica, como custodia de un depósito sagrado, cuyo núcleo es la Verdad, lo que convierte en innegociables los principios que debe defender. Ese era el legado de san Juan Pablo II; como sería más tarde el de su sucesor. En ambos casos el vicario de Cristo aceptaba el desafío, enfrentándose a fuerzas difícilmente susceptibles de ser derrotadas desde una óptica humana. Benedicto XVI encontraba el corrosivo proceso más consolidado por lo que la tensión a la que se vería sometido desde los poderes políticos y mediáticos sería mayor. Contra él los «lobos» actuarían de manera más descarada y sistemática, llegando a la descalificación y la condena ad hóminem con los pretextos más retorcidos. Reconocieron en él —ya desde antes de ser papa— al enemigo difícil de silenciar; el hombre de Iglesia, que con toda su caridad y mesura, denunciaría las contradicciones y atropellos de una gobernanza mundial que tocaba la victoria con los dedos. El 18 de abril de 2005, horas antes de llegar al solio pontificio, el decano del colegio cardenalicio, Joseph Ratzinger, pronunciaba una homilía histórica. En ella denunciaba la más hipócrita de las dictaduras; la que en nombre de la libertad realmente la suprime, manipulando elevados conceptos, como la tolerancia y la supuesta defensa de las libertades individuales, que en la práctica quedan abolidas. La llamó «dictadura del relativismo», e inmediatamente la denuncia tuvo gran repercusión.
Con esa dictadura consolidada comenzaba un luminoso pontificado, pero años después, siendo ya emérito, alertaría sobre otra, más peligrosa aún, consecuencia de la anterior, que le sirvió como puente: hablaba ya del credo del Anticristo. A su biógrafo, Peter Seewald, le confió que la verdadera amenaza para la Iglesia, y por tanto para el ministerio petrino, radica «en la dictadura universal de ideologías en apariencia humanistas a las que solo cabe contradecir al precio de quedar uno excluido del consenso social básico. Hace un siglo, todo el mundo habría considerado absurdo hablar del matrimonio homosexual. Hoy quien se opone a él es socialmente excomulgado. Otro tanto ocurre con el aborto y la producción de seres humanos en laboratorios. La sociedad moderna está formulando un credo anticristiano, y la resistencia a este credo se castiga con la excomunión social. Es normal, muy normal, tenerle miedo a este poder intelectual del Anticristo, y realmente hace falta el apoyo oracional de una diócesis entera, de la Iglesia entera para oponerse a él».
Hablando de la ideología de género, dirigiéndose a la Curia Romana, en diciembre de 2012, habló del principal peligro que representaba: «En la actualidad existe sólo un hombre en abstracto, que después elige para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya»; «En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre». Expuso sin ambages los ataques contra la libertad religiosa en Europa, hablando de dos persecuciones paralelas pero convergentes: una sangrienta —y silenciada— en tierras lejanas, y otra más sutil, en nuestra propia casa; la que, sin expresarlo abiertamente, impide al cristiano adecuarse a la legislación de su país, sin caer en una apostasía no deseada. Y al tiempo denunciaba un atropello todavía más grave: en su discurso al cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, en diciembre de 2011, decía: «Todavía menos justificables son los intentos de oponer al derecho de la libertad religiosa unos derechos pretendidamente nuevos, promovidos activamente por ciertos sectores de la sociedad e incluidos en las legislaciones nacionales o en directivas internacionales, pero que no son, en realidad, más que la expresión de deseos egoístas que no encuentran fundamento en la auténtica naturaleza humana». Esos «nuevos derechos» son, principalmente, los sexuales y reproductivos, que incluyen, por supuesto el aborto sin restricciones; Benedicto XVI condenó todas las llaves maestras de la ingeniería social anticristiana, en unos años en que alcanzaba sus principales metas; que podrían resumirse en una sola: la inversión del orden natural; la destrucción de todo el orden religioso y social creado por el cristianismo.
No dejaría de denunciar la cancelación soterrada de ese derecho sin el cual es imposible levantar cualquier régimen legítimo. En su discurso ante el Parlamento alemán, en septiembre de 2011, ponía el dedo en la llaga del cáncer que contaminaba ya a todo Occidente: «La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término». No dejó de avisar sobre el peligro de un gobierno mundial, ese tiránico imperialismo neocapitalista denunciado ya por Pío XI en Quadragesimo anno, en el siglo anterior. Benedicto XVI lo hacía en Cáritas in veritate, defendiendo el principio de subsidiaridad: «Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos que colaboren recíprocamente». Ese gobierno monocrático empezaba ya a dibujarse en la sombra; la encíclica en cuestión, como todas las suyas, resultaba incómoda, un aviso a navegantes de que no todo el mundo permanecía ciego a sus designios.
Por último destacaré que la suya fue la última de las condenas de la Iglesia contra la masonería. En la Declaración sobre asociaciones masónicas, de 26 de noviembre de 1983, el entonces cardenal prefecto de Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, firmaba: «El masón está en pecado grave y no puede acercarse a la santa comunión». Dicha declaración aparecía a la vez que el nuevo código de Derecho Canónico, aclarando que el no mencionar expresamente a la masonería —sino incluirla en categorías más amplias, como «asociaciones que maquinan contra la Iglesia»— no significaba que la doble pertenencia fuera ya posible para un católico. Era un nuevo obstáculo al imperio del relativismo moral que denunciaría años después, como dictadura, en su famosa homilía. La enemiga de la secta contra Benedicto XVI fue una constante del pontificado: Pierferdinando Casini, presidente de la Cámara de Diputados en la XIV legislatura, comentando las campañas difamatorias contra el papa declaró en abierto: «Veo una manita oculta representada por la masonería detrás de estas repetidas críticas al Sumo Pontífice».
Parecía enfrentarse a todo un mundo en descomposición, pero no sin Esperanza, que, naturalmente, nunca le abandonó. Fue también a Peter Seewald a quien transmitió su visión de futuro, basada en la Fe: «Yo creo que no hay un sistema para hacer un cambio rápido»; «debemos seguir avanzando para salir de este túnel con paciencia, con la certeza de que Cristo es la respuesta y que al final resplandecerá de nuevo su luz».
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