Ciencia

El Hawking español: 33 años con ELA

Justo Pérez no es un enfermo más, su fortaleza mental le ha llevado a superar las expectativas de todos los médicos. «Si la enfermedad no avanza, ve a Lourdes», le dijeron. Trabaja siete horas diarias maquetando y dirigiendo una revista. Fue el científico británico el que le insistió en que nunca lo dejara y ha seguido su consejo.

El despacho en el que trabaja Justo está lleno de imágenes de sus nietos y de ejemplares de su revista
El despacho en el que trabaja Justo está lleno de imágenes de sus nietos y de ejemplares de su revistalarazon

Justo Pérez no es un enfermo más, su fortaleza mental le ha llevado a superar las expectativas de todos los médicos.

Llegamos a casa de Justo Pérez rozando la caída del sol y con la lluvia pisándonos los talones, pero él no lo sabe. Hace tiempo que apenas sale de casa, de su seguridad, de su despacho. «Me ha dado algún que otro susto y ahora tiene un poco de miedo», reconoce Fini, su mujer, su apoyo, su verdadera silla de ruedas. Y es que los últimos 33 años de este toledano han sido una carrera de obstáculos. ¿Su meta a batir? La Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad neurodegenerativa para la que no hay cura y que te invalida. Pero Justo es todo un luchador. Ha superado, con creces, todos los pronósticos médicos. «Si la enfermedad no avanza o te quedas como estás, ve a Lourdes», le dijo un médico. Él nunca fue al santuario, pero sí que superó la barrera de los 10 años. Esa que pocos enfermos traspasan. Le consideran una «rara avis», sólo comparable con la longevidad de Stephen Hawking, que acaba de fallecer tras luchar durante 55 años contra el ELA. «Hemos visto pasar a tantos enfermos... Lo del físico no nos ha sorprendido», dice Fini con tristeza.

Hace sólo unos días, emitieron en televisión «La teoría del todo», la película en la que Eddie Redmayne da vida al científico británico. Querían verla, pero tras el primer tropezón de Hawking, Fini tuvo que quitarla. «No podía soportarlo», explica. «Era como rebobinar toda nuestra vida y me hacía daño».

Justo escucha nuestra conversación mientras mueve con agilidad el cuello. Parece que estuviera viendo un partido de tenis. Pero no. Está trabajando. Tiene que tener todo listo antes de que termine la semana. Sus vecinos esperan el número 262 de «Encomienda Mayor de Castilla», la revista que dirige y maqueta desde los años 90 y que nunca ha dejado. Es lo que le ha mantenido activo, vivo. Sin dudarlo, ha seguido el consejo que le dio Hawking el día que le conoció: «¡Nunca dejes de hacerla! ¡No abandones la lucha contra la enfermedad!». Ese día de abril de 2004 ha quedado grabado en la memoria de la familia Pérez. Recuerdan al genio con un físico muy debilitado, pero con todas sus aptitudes mentales intactas.

Con un leve susurro, Justo le indica a su mujer que quiere dejar el ordenador y unirse a la conversación. Poco después sabremos que le gusta mucho hablar. «Le encanta», dice su hijo Julián. Y es que él, a diferencia del divulgador, sí puede usar su propia voz, no necesita de un sintetizador. Su sonoridad, aunque muy suave, nada tiene que ver con el sonido robótico característico de Hawking.

Gracias a una cánula, que le sirve de tope para que el aire no se escape –tras la traqueotomía que le tuvieron que hacer por el debilitamiento de los músculos–, él consigue hablar y rememora el encuentro con el físico.

–Yo, a su lado, estaba sano

–¿Cómo fue?

–Muy especial. Quería hacerme una foto con él, con las manos agarradas.

–¿Le enseñó su revista?

–Sí. Él y su esposa se quedaron alucinados con nuestro trabajo. Recuerdo el comentario que me hizo, que se sentía libre a pesar de estar encerrado en la cárcel de su cuerpo.

Sonríe durante la conversación. Oculta sus manos bajo una manta. «Siempre las tiene frías», explica su mujer. Por eso lleva un saquito caliente que mantiene su calor corporal. Y es que, al no moverlas, la circulación no lo distribuye. Eso sí, aún tiene un dedo que mueve levemente, como si pulsara un taquígrafo.

Como si de una entrevista a un importante deportista se tratara, hacemos la pregunta: «¿Cómo ha conseguido romper las estadísticas y superar los 30 años con la enfermedad?» Él se la espera: «Sólo pienso en el día a día; soy muy positivo». Y añade: «El cuidado también es muy importante». Mira a su esposa y ella asiente.

Desde que Justo dejó de valerse por sí mismo, unos ocho años después de diagnosticarle la enfermedad, Fini no se ha separado de su vera. «El día a día es muy rutinario», reconoce. Nada más despertarse pasa unas tres horas con él. Le asea, le ayuda a vestirse y también ejerce de fisioterapeuta, ya que nunca se salta ni una sola postura de su rutina de ejercicios. «¡Ah!, y me afeita con navaja cada día», añade Justo. Tras esta rutina, él se pone sus gafas de trabajo –con un sensor incorporado que actúa de ratón– y retoma su labor de diseñador gráfico y de editor. «Soy muy exigente. No soporto ver faltas de ortografía», reconoce con una sonrisa de oreja a oreja. Se nota que siempre ha sido un hombre pícaro, bromista, vivido...

«He cometido algunas irresponsabilidades», reconoce. Como la de conducir cuando ya tenía la enfermedad avanzada y le fallaba la fuerza de las piernas. Fini cuenta el «truco» que usaba para poder llevar el coche. «Aún tenía fuerza para pisar el pedal, pero no para levantarlo, así que con una goma, soltaba un poco y se subía». Estuvo así durante un año, hasta que un día paró en seco. Ya no quería conducir más. Algún músculo más le había fallado y ya no se sentía seguro.

Así ha transcurrido su vida, a base de retos, de ir por delante de la enfermedad. Dejar de trabajar «fue lo que peor llevé». En la fábrica de componentes electrónicos donde estaba empleado vieron que su situación empeoraba y tuvo que irse. Entonces, «monté mi propia empresa de Artes Gráficas», donde trabajó hasta que le dieron la invalidez absoluta. Fue en ese momento cuando la revista se convirtió en su vida. De las 12 páginas con las que empezaron, ahora hacen más de 80, gracias al apoyo de anunciantes y vecinos. «Es la única publicación en España hecha por un parapléjico y, además, es gratuita», dice con orgullo.

Se le empaña la mirada cuando le preguntamos por sus nietos. El mayor es el que más le cuida. «Se llama Gabriel y tiene 8 años, como el pequeño de Almería. Lo he pasado muy mal estos días». Así explica su emoción. No quiere que nos vayamos, le gustaría seguir hablando, de todo, salvo de su enfermedad. De eso, «ya he dicho todo».