Sorpresa en Canterbury
Una exenfermera con vocación de mediadora deberá devolver la credibilidad a la Iglesia anglicana
“Sé que esta es una enorme responsabilidad, pero la afronto con paz y confianza en que Dios me sostendrá”, ha afirmado Sarah Mullally
En la solemne penumbra de la catedral de Canterbury, diez años después de haber sido consagrada como obispa, Dame Sarah Mullally regresó ayer para escribir una página inédita en los 1.400 años de historia de la Iglesia de Inglaterra. A sus 63 años, madre de dos hijos y antigua enfermera, ha sido nombrada la primera mujer que ocupará el cargo de arzobispo de Canterbury, la máxima autoridad espiritual de los anglicanos en todo el mundo. El anuncio, hecho público por Downing Street tras un largo y secreto proceso de deliberación, supone un hito histórico y, al mismo tiempo, abre un periodo lleno de incógnitas para una institución marcada por la desconfianza, división interna y declive de fieles.
La jerarquía de la Iglesia de Inglaterra es particular porque combina su estructura eclesiástica con el peso de la monarquía y el parlamento. Desde que Enrique VIII rompiera con Roma en el siglo XVI para casarse con Ana, el monarca no es solo jefe del Estado, sino también “Gobernador Supremo” de la Iglesia anglicana, título no obstante con rol simbólico y constitucional.
Mullally es un personaje poco común en el rígido escalafón eclesiástico británico. Antes de entrar en el ministerio, trabajó como enfermera oncológica y llegó a ser la jefa de enfermería de Inglaterra, un cargo que desempeñó con apenas 37 años. Fue reconocida con el título de Dama por su contribución a la sanidad pública, y ella misma reconoce que su vocación nunca cambió: siempre se trató de servir, ya fuera con bata blanca o con alzacuello. Su paso de los hospitales a los púlpitos ha sido visto como un ejemplo de entrega discreta, más centrada en escuchar que en imponer, en sanar que en adoctrinar. En 2015 se convirtió en obispa de Crediton y, tres años más tarde, en obispa de Londres, el puesto más relevante después de Canterbury y York.
La elección de su nombre no fue fruto de la improvisación. Tras la renuncia de Justin Welby hace casi un año, debilitado por su gestión del escándalo de abusos y las fallas en los mecanismos de protección a las víctimas, la Iglesia se encontraba sumida en una crisis de credibilidad sin precedentes. El Comité de Nominaciones de la Corona, integrado por veinte miembros, entre ellos cinco representantes de la Comunión Anglicana global, debatió durante meses hasta alcanzar el consenso requerido. El primer ministro, Keir Starmer, dio finalmente su visto bueno y trasladó la propuesta al monarca, cerrando así el proceso según la tradición. El propio Starmer celebró que, por fin, una mujer asumiera el cargo más alto de la Iglesia de Inglaterra.
Mullally nació en Woking, se convirtió al cristianismo a los 16 años y nunca ha ocultado que su fe se construyó desde la experiencia personal del servicio y del sufrimiento ajeno. Ella misma ha explicado que ha aprendido a “escuchar profundamente” tanto a las personas como a la voz de Dios. “Sé que esta es una enorme responsabilidad, pero la afronto con paz y con confianza en que Dios me sostendrá como siempre lo ha hecho”, confesó en su discurso en Canterbury.
Sus detractores le reprochan cierta ambigüedad en temas espinosos, como la eutanasia, a la que se opone, o el matrimonio homosexual, donde se ha mostrado favorable a bendiciones parciales pero sin romper con los sectores más conservadores. Para algunos, su estilo de mediadora corre el riesgo de no satisfacer a nadie; para otros, es precisamente lo que la Iglesia necesita en tiempos de fractura.
Desde que en 2014 se permitió que las mujeres fueran obispas, estaba claro que el techo de cristal acabaría rompiéndose. La primera consagración femenina se produjo en 2015, y el camino hasta ahora había sido lento, pero imparable. Aun así, la designación de Mullally no está exenta de resistencia: organizaciones feministas internas han recordado que todavía hay ocho obispos que se niegan a recibir la comunión de una mujer y que más de 500 parroquias en Inglaterra restringen las funciones de las sacerdotisas. La propia Mullally es consciente de ello y lo afronta con serenidad, insistiendo en que su estilo de liderazgo será “de escucha y de unidad”.
El nuevo reto que se abre ante ella está plagado de espinas. En primer lugar, tendrá que enfrentarse a la tarea de restaurar la confianza de las víctimas de abusos y sus familias, que reclaman transparencia y reparación tras años de silencios y encubrimientos. En segundo, deberá lidiar con las divisiones en torno a la bendición de parejas del mismo sexo y el debate sobre el matrimonio homosexual. Mientras en el Reino Unido y otras provincias occidentales se pide mayor apertura, en África y Asia, donde la homosexualidad sigue siendo ilegal en muchos países, las voces conservadoras ven con alarma el rumbo de Londres.
El equilibrio diplomático entre visiones irreconciliables será la misión más complicada para la nueva arzobispa, cuya palabra será observada por los 85 millones de anglicanos repartidos en 165 países. En enero asumirá oficialmente el cargo, y meses después será entronizada en la ceremonia solemne que tradicionalmente reúne a la familia real y a representantes de todo el mundo anglicano.