
Opinión
Revival religioso
La melancolía de la orfandad esencial es inevitable en el ser humano y todas las culturas la han reconocido

Dicen los críticos que la mejor película del año es «Los Domingos» de Alauda Ruiz de Azúa, una directora sin fe que cuenta la historia de una chica de 17 años que quiere ser monja de clausura y pone patas arriba su entorno. ¿Cómo es posible que esto interese tanto a la gente? Llega el film cuando Rosalía, nuestra más universal artista, acaba de decir que admira a las monjas, cuya vocación le parece «preciosa» y saca disco («Lux») vestida de hábito. «He pasado toda la vida con esta sensación de vacío –le explica a una amiga en un vídeo–, a lo mejor este espacio es el espacio de Dios». La cantante es indudablemente una enorme empresaria, siempre se da esa conjunción cuando el talento es rentable, pero no por eso tiene que mentir. La melancolía de la orfandad esencial es inevitable en el ser humano y todas las culturas la han reconocido. Quizá la nuestra, en el último siglo, ha sido la más estúpida de todas, al censurar lo obvio por razones ideológicas. En el siglo XX la política ha logrado lo nunca visto, sustituir la religión por el poder, de modo que los burócratas pudiesen oprimir a las masas con su propio consentimiento, ciertas de que les liberaban de la esclavitud espiritual.
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Esta tontería se nos está acabando ya. Cuando yo era joven me preguntaban una y otra vez por qué era católica, como si fuese una cebra sin rayas, pero ahora la generación Z se pirra por la música cristiana, desborda los conciertos y milita en movimientos como Hakuna y Emaús sin una pizca de apuro.
Francamente, considero un alivio el nuevo clima, en el que Rauw Alejandro puede explicar que reza el rosario que su madre le enseñó y una puede persignarse en el avión sin que la miren con conmiseración, como si estuviese desprovista de sus facultades mentales. Hay mucha sinceridad en reconocer que no tenemos la clave de la existencia y que sentimos nostalgia de algo que nadie nos puede dar. Es algo ontológico, constatable, que ha exigido un esfuerzo inmenso de hipocresía y violencia para ser ocultado. La pretensión del poder de que podía saciarnos ha llevado a la gente a los gulags y los campos de concentración, a la muerte en los mares de Japón, al paredón y las cámaras de gas. En Albania me contaron que el régimen hacía inspeccionar las papeleras para castigar a los empleados que hubiesen osado teñir de rojo huevos de pascua. La vida seguirá siendo azarosa y la distancia entre la gracia y la desgracia de los hombres continuará desafiándonos, como escribía Simone Weil, pero al menos seremos libres de constatarlo sin añadir vergüenza a nuestro desvelo.
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