Opinión

Volver a casa

Las dos mejores cosas de un gran viaje son la ida con su preparación. La segunda es la vuelta.

Una mujer con una maleta en el aeropuerto de Madrid
Una mujer con una maleta en el aeropuerto de MadridAlejandro Martínez VélezEuropa Press

El V conde de los Andes gustaba de comer y de beber, y además de escribir sobre ello, bajo el seudónimo de Savarín. En su tratado de gastronomía titulado «Fisonomía del gusto» nos ilustra como pocos del gran arte que hay en el paladar. Hombre muy bien relacionado, su vida social era intensa y la popularidad de su persona hacía que estuviera siempre bien rodeado por su simpatía y su talento para dejar siempre frases que harían historia. Cuentan que en determinada ocasión sentenció que de las dos cosas mejores de la vida una era comer, dejando en puntos suspensivos la segunda. Una dama, con cierto aire de picardía le inquirió «¿y la segunda, señor conde?» y con cierto retintín el jerezano respondió «la segunda, señora, naturalmente, cenar», con lo cual la hilaridad se disparó entre los que conformaban aquel corrillo deseosos de escuchar las irónicas ocurrencias de quien fue uno de los grandes precedentes de los que hoy intentan estar en posesión de la verdad y del buen gusto por las cada vez más evolucionadas recetas de la cocina internacional, muchos de ellos grandísimos bluffs. Quien hoy día tiene una dignísima sucesora en la Cofradía de la buena mesa, su hija Ymelda, me inspiró al aterrizar hace apenas una hora en Madrid, luego de varios días al otro lado del océano, para llegar a la conclusión de que las dos mejores cosas de un gran viaje son la ida con su preparación. La segunda es la vuelta y la sensación de la llegada al país, a la ciudad y a la casa que te acoge amorosamente, llenándote de sensaciones de familiaridad, de núcleo, de vientre materno. Sí, adoro llegar a casa, aunque la encuentre patas arriba, con pintores por aquí, con muebles fuera de sitio por el otro lado, porque todo requiere una limpieza y hasta una renovación, sin que se nos cambie en exceso el paisaje que rodea eso que llamamos «hogar», con el colofón perfecto de dejar previsto en el momento de la marcha un puchero con caldo de pollo para asentar el cuerpo después de largas horas de travesía. Que los clementes dioses nos permitan mantener esas sensaciones que forman parte de esa entelequia que llamamos felicidad.