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Estreno

Eugene Levy comparte su viaje vital

Apple TV+ estrenó la tercera temporada de «Eugene Levy, el antiviajero», ocho capítulos en los que el actor convierte su lista de deseos en una genial comedia viajera

Eugene Levy comparte su viaje vital Apple TV+

Lo curioso de ver a Eugene Levy recorrer el mundo es que uno no sabe si reír por sus incomodidades o por las nuestras. La tercera temporada de “Eugene Levy, el antiviajero”, que se estrenó el pasado viernes 19 de septiembre en Apple TV+, confirma que el actor canadiense ya no se siente del todo incómodo viajando. Ha aprendido a disfrutar de su lista de deseos antes de morir, aunque en cada parada todavía tropiece con situaciones que le provocan nerviosismo. Esa es, precisamente, la gracia: no hay impostura, cada gesto de sorpresa, cada frase escéptica, cada silencio incómodo tiene la verdad de alguien que nunca fue un turista vocacional.

Esta vez, la excusa es personal. Levy ha escrito su propia lista de experiencias que quiere tachar y la serie lo acompaña en ese viaje íntimo. Eso convierte los ocho episodios en algo más que un recorrido de destinos espectaculares: son capítulos de vida contados con sorpresa o escepticismo, comentarios irónicos y reflexivos y una empatía que desarma. Porque si bien no enfrenta incomodidades prácticas —su asiento siempre es de primera fila—, sí lidia con incomodidades emocionales. Y ahí es donde los espectadores encontramos el espejo: ¿acaso no sentimos lo mismo cuando nos enfrentamos a lo desconocido?

Los lugares elegidos no son poca cosa.Levy se abre paso en México para vivir el Día de los Muertos, prueba el vértigo de Viena con un baile de gala, se deja llevar por un paseo en caravana en Luisiana, conversa con el Príncipe de Gales en Windsor, se sumerge en la marea K-pop de Corea del Sur, celebra San Patricio en Irlanda con su hija Sarah, respira los mercados de India y culmina en Canadá de la mano de Michael Bublé. A primera vista, parecen postales pensadas para un catálogo de lujo, pero lo que se impone es la mirada del protagonista: su resistencia inicial, su sentido del humor, su capacidad de escuchar y, sobre todo, su respeto. No va a juzgar, ni a pontificar; su actitud es la del observador curioso que teme mancharse los zapatos, pero al mismo tiempo no puede dejar de mirar lo que hay frente a él.

Incluso, puede llegar a parecer un turista embarazoso, y ahí está parte de su atractivo. No representa al aventurero que todo lo sabe, sino al viajero torpe que articula lo que muchos sentimos y callamos: el miedo a probar algo nuevo, la incomodidad frente a una comida extraña, la desconfianza ante un ritual incomprensible. Su franqueza se vuelve encantadora porque jamás ridiculiza a los demás. Se ríe de sí mismo, y en esa autocrítica aflora un respeto que convierte la experiencia en cercana y entrañable.

Es cierto que su estilo puede ser unidimensional, que sus observaciones se asemejan demasiado de un país a otro. Pero incluso esa aparente repetición acaba siendo un rasgo valioso: Levy nunca finge. Lo que vemos es lo que hay, un hombre de 78 años que se asoma al mundo con cautela, y que, a su manera, lo disfruta. Y cuando abre un resquicio de emoción, como al compartir una charla íntima en Irlanda o al bromear con William en los jardines de Windsor, entendemos que la serie no busca la espectacularidad, sino el instante humano que se esconde en cada parada.

La producción sigue siendo impecable. La fotografía es de esas que invitan a pausar la pantalla para quedarse en silencio mirando un paisaje, pero nunca se impone sobre el relato. El montaje da ritmo sin prisa, lo suficiente para que Levy despliegue su comicidad gestual y verbal. Y los invitados no son meros adornos: cada aparición añade un matiz, un contraste, una oportunidad para ver al protagonista lidiar con alguien que lo saca aún más de su zona de confort.

Lo mejor, sin embargo, no está en los hoteles ni en las celebridades. Lo más memorable, como el propio Levy admite, son las personas. Son los guías locales, los músicos callejeros, los cocineros improvisados, los atletas que comparten su oficio. Ellos convierten cada episodio en algo más que entretenimiento: en una invitación a mirar el mundo con humildad. Hacer las cosas, parece decirnos Levy, es mejor que no hacerlas, aunque a veces incomode, aunque cueste dar el primer paso. Esa es la lección más simple y, a la vez, más difícil.

“Eugene Levy, el antiviajero” no es un manual de turismo ni una enciclopedia de paisajes. Es la crónica divertida de un hombre que se enfrenta a sus miedos y los transforma en comedia ligera, en ternura inesperada, en aprendizaje compartido. Y en esta tercera temporada, con su lista personal en la mano, el viaje se vuelve aún más íntimo: menos sobre geografía y más sobre la vida misma.

La herencia de un viajero tardío en pantalla

Si algo deja claro esta tercera temporada es que Eugene Levy ha construido, sin proponérselo, un nuevo tipo de programa de viajes, un formato completamente diferencial en un segmento bastante uniformado. No es el presentador que todo lo sabe ni el turista ingenuo al que se manipula con facilidad. Es, más bien, un hombre mayor que se atreve a confrontar sus límites con humor y con respeto, y que lo hace frente a millones de espectadores. Su herencia televisiva no estará solo en las risas que provoca ni en los lugares que visita, sino en demostrar que nunca es tarde para abrir la puerta y salir al mundo, aunque sea con las manos temblando y la maleta a medio hacer.