Viajes
¿Alguien sabe quién construyó las iglesias de Lalibela?
Nombrados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1978, son once templos tallados en roca y están en Etiopía. La falta de tradición escrita y la antiguedad de los edificios ha dado pie a múltiples teorías sobre su construcción, aunque ninguna ha sido confirmada.
El mito abre paso a la realidad
En 1939, un arquitecto italiano llamado Monti Della Corte alcanzó, tras 50 horas de camino, las misteriosas iglesias de Lalibela, en la Etiopía profunda y desconocida para los exploradores europeos. Corrían años turbulentos a las espaldas de su mula. La Italia fascista de Mussolini había conquistado por la fuerza el reino de Etiopía, el único territorio africano que se había librado hasta entonces de las ansias del colonialismo, y como suele ocurrir cuando un territorio es conquistado, la intrincada cultura etíope corría peligro de desmoronarse.
Y salieron en su rescate los arqueólogos, resistiéndose a este abandono. Pero han pasado ochenta años desde aquella primera cabalgada y las once iglesias de Lalibela ya no son un misterio. Dejaron de ser esa leyenda que narraban los etíopes más ancianos a los mercaderes extranjeros, cuando se detenían para repostar víveres en Adís Abeba. Como tantos lugares recónditos de la tierra, igual que ha ocurrido en los templos camboyanos de Angkor Wat, o las ruinas históricas de Karakórum en Mongolia, las ciudades que un día fueron motivo de fantásticas historias plagadas de magia han sido escupidas a la realidad, despojadas de todo misticismo a lo largo de los siglos XX y XXI. No cabe la magia, ni la fantasía, en este nuevo mundo de la realidad, y estudiosos de todo el mundo buscan sin descanso una explicación razonable a la construcción de estas iglesias y muchas otras cosas.
Mano de obra celestial
¿Quién dio forma en la roca desnuda a las once iglesias de Lalibela? A falta de una tradición escrita que desvelase el misterio, los etíopes dijeron que los ángeles. El mito lo explicaba, que bajaron a la tierra para construirlas todas en una sola noche. Parece ser la única explicación posible a estas grandiosas obras de arquitectura, humildes de fachada, casi vacías en su interior, pero cuidadosamente talladas hace más de nueve siglos en lo que parecía una roca infranqueable. ¿Cómo si no? Nadie pensó nunca que el ser humano sería capaz de tales proezas, igual que todavía los hay que piensan que las pirámides de Guiza son obra de los extraterrestres.
La leyenda perdura hasta que entra en ellas el investigador europeo, educado a partir de la inquebrantable razón aristotélica, e inspecciona cuidadosamente, lupa en mano, las iglesias centenarias. Acuden a ellas equipos enteros de arqueólogos y expertos, cada uno con sus razones impresas en sus revistas de cultura. Fueron los templarios quienes las construyeron. Fue este o aquél rey. ¡Cómo iban a ser ángeles!, exclaman los más enterados. De ser así, no estarían derrumbándose, durarían eternamente. De ser verdad, dos de los templos no estarían cubiertos por grotescas placas de acero que colocó la UNESCO para frenar su erosión. ¡Ángeles!, exclaman nuevamente, con las cejas levantadas por la incredulidad. No, nada de ángeles. Esto es obra de un rey que se llamaba Gebra Maskal Lalibela, un poderoso monarca etíope del siglo XII.
Tantos dólares lanzados al aire para intentar responder a una pregunta que no debería importarnos tanto. ¿Qué más dará si fueron ángeles, reyes, o simples hombres piadosos quienes cincelaron las rocas? Si no dejaron la evidencia impresa en ningún sitio ya no tiene demasiado sentido a quien creer, el caso queda sobre sellado hasta que alguien encuentre el texto que nos lo aclare. Por ahora importa que estén allí, todavía en pie después de tantos años, y tener dos manos con que palparlas durante la visita. Aspirar su aroma húmedo, tener la oportunidad de pasear - o rezar - dentro de ellas, eso es lo que importa. ¿Y si decidimos pensar que fueron ángeles, reyes y monjes por igual quienes se encargaron de construirlas? Cada uno a su manera, ya fuera otorgando su fe a las manos que las tallaban o siendo las propias manos.
Templo de Biet Ghiorgis
De las once iglesias en Lalibela hay una en concreto que destaca sobre las demás. Es la Biet Ghiorgis (San Jorge), un impresionante monolito tallado roca abajo y con el techo en forma de cruz. Para llegar hasta ella hace falta descalzarse, antes de bajar las escaleras que conducen a su entrada. Bajando por las escaleras, la humedad y el frescor en las capas bajas de la tierra se impregnan en la piel y dificultan respirar, y esta extraña sensación de pesadez puede dar la razón a esa teoría desechada de los ángeles constructores. Descalzo se desciende escalón a escalón siguiendo una estrecha fila de fieles locales, la mayoría hombres apoyados sobre robustos bastones de oración, también descalzos y más acostumbrados a la brusca humedad.
Lo que para nosotros es una experiencia digna de mil likes en Instagram, o una tarjeta de memoria entera de nuestra cámara, lo que para nosotros es el sueño imposible que apuntamos de jóvenes en nuestra lista y hoy por fin hemos conseguido cumplir, es para ellos tan natural como visitar los bares de Malasaña para un madrileño. Y qué curioso sería encontrar en esa escalera a algún etíope ansioso por llegar a España, saltar una valla o salvar una playa y pasear los bares de Malasaña.
La pulgas pueden ser otro tipo de estética
En las costumbres entra el lado estético de la vida. Sin la estética la costumbre se pierde porque es el escenario que rodea a las costumbres, las herramientas que lo ponen más a mano. Tan comunes son para nosotros las luces de los bares como para ellos las alfombras raídas en el interior del templo. Alfombras pesadas por la humedad, cuyos colores empiezan a desteñirse con el paso de los años y tan viejas que ya nadie recuerda quién las colocó allí. Y las pulgas, eso también puede ser normal. Es que miles, millones de pulgas pululan por los templos de Lalibela, acomodándose y anidando felizmente en estos templos de piedra empapada y alfombras olvidadas. Por eso nosotros nos remangamos los pantalones dentro de los calcetines y ellos no llevan calcetines. No es mejor, ni peor. No es una cuestión de higiene o de cultura. Es costumbre, simple y llana, el lado bello de las diferencias que marcan nuestras vidas. Quizás ellos también se remangarían los pantalones en Malasaña para evitar que les salpiquen los cubatas.
Por eso el extranjero negará fervientemente que el Arca de la Alianza esté guardada en uno de estos templos y el local lo afirmará vigorosamente. ¿Verdaderamente está aquí el Arca, tal y como dicen algunos? Estará, si uno quiere pensarlo. ¿Fueron los ángeles quienes tallaron la roca? Lo serán, si uno está dispuesto a creerlo.
Existen pequeños rincones del planeta, cargados de misterio, en los que el viajero todavía será libre de creer esto o aquello, siempre descalzo sintiendo el frío de la piedra inundarlo. La duda da pie al mito. La certeza lo arrolla todo con su irrevocable realidad. Días como hoy, en los que la certeza ha conquistado todo lo que pudo devorar, encontrar lugares como Lalibela nos permiten volver a dudar, a dar rienda suelta a nuestra asombrosa capacidad de imaginar. Conseguimos disfrutar de la humedad, las pulgas, la piedra resquebrajada, y finalmente comprendemos que no importa si las manos que dieron forma a estos once templos fueron humanas o celestiales. A las unas y a las otras se lo agradecemos por igual.
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