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Madrid: un Patrimonio Mundial para los madrileños

Estanque del Retiro.
Estanque del Retiro.JUAN MEDINAREUTERS

Para un madrileño siempre es importante que nos recuerden la belleza de nuestra ciudad. A los gatos, que es como nos hacemos llamar, nos gusta hablar de nuestro territorio de edificios grises, nuestros balcones de tabernas entrelazados mediante filigranas de mármol y piedra, las estatuas ecuestres de hombres importantes cuyos nombres ignoramos, las horas del vermú y los parques con árboles procedentes de cientos de países. Pero sabemos que la belleza de nuestra ciudad es distinta a la de otras. No podemos chulear de intrincadas obras modernistas como hacen en Barcelona, aquí no nació ningún emperador famoso, dicen que hay ciudades donde la fiesta es incluso más animada, tampoco llegamos a alcanzar el grado de sofisticación de Nueva York o Berlín. Los madrileños somos muy conscientes de que el encanto de nuestra ciudad no es uno que se mira con los ojos y se huele por las narices. No tiene los jardines de Estambul ni las lenguas de mar que chupan la costa de Palermo.

Nuestra ciudad maravilla tiene un tipo de belleza que habla; es muy especial y nunca calla, habla constantemente, susurran sus hojas como sonetos y poesías y se escucha el runrún adormilado de los coches las veinticuatro horas del día, desde las doce de la mañana hasta que todos sus bloques de pisos se derrumben por última vez. Habla y se obceca y crea causas y crea, simplemente, formas compuestas como la Fuente de Cibeles o la propia idea de esta diosa anatolita, imágenes y pensamientos que no se pueden guardar en un frasco, que vuelan, lo pasan nuestros antepasados con picardía.

Ahora vienen unos extranjeros y dicen que el Paseo del Prado y el Jardín del Buen Retiro son Patrimonio Mundial, bajo el sonoro nombre de “Paisaje de la Luz”, y aquí se ha montado la marimorena pero los madrileños no nos caemos de espaldas. Es que los gatos somos criaturas listísimas que allá por donde pasan se convierten en los dueños del hogar, o de la calle o de la montaña, y los madrileños somos gatos, entonces estamos contagiados con la misma chulería de calle y no levantamos una ceja. ¿Madrid forma parte del Patrimonio de la Humanidad? ¿Y qué? Nosotros eso ya lo sabíamos. Eran los otros que han tardado en enterarse.

Basta un repaso rápido a las zonas galardonadas, que son una fachada, nada más, de todos los entresijos suculentos que entierran las callejas de Madrid, para comprender por qué lo sabíamos. Por ejemplo tomemos el Museo del Prado.

No existe un museo mejor en el mundo. Y no lo digo yo: varios de los cuadros más conocidos están bien guardados en el Museo Nacional del Prado, correctamente expuestos, ninguno está inclinado y básicamente podría decirse que son algunos de los mejores que jamás se han pintado. El Descendimiento de la cruz de Rogier van der Weyden. Los músculos de la fragua de vulcano que pintó Velázquez. El Jardín de las Delicias, La maja desnuda.

Aquí va una cuestión para reencontrar la magia escondida en este museo emblemático: porque lo dijo Newton sabemos que cada pegote de pintura está compuesto con una sustancia concreta que refleja o absorbe determinadas longitudes de onda de luz, igual que ocurre con cualquier otro objeto de color. ¿Cuándo un pintor se enzarza con un cuadro podríamos decir que está cogiendo toda la luz del universo y transformándola en un pequeño trazo de color? Y si esto no es magia, ¿al menos no debería ser asombroso? Y ocurre todo aquí, en uno de los edificios de formas sobrias que se planta en este paseo recién premiado, ocurre aquí aunque también ocurre en el Museo Thyssen y no demasiado lejos, en la misma ciudad, en el estrambótico y genial Reina Sofía.

Ahora vendrán los turistas aquí y pasearán como paseamos nosotros los Campos Elíseos de París, es perfecto, es nuestro turno, ahora nosotros podemos ser gatos domésticos que sacan el pecho y ronronean. Congratulando a las visitas. Es simplemente genial. Donde unos vendrán pagando billetes de avión y con muchas expectativas y parloteando, nosotros vamos de paseo los domingos. Somos domingueros de alto nivel porque nuestro campo de juegos es herencia y creadora de la humanidad a un mismo tiempo. Aquí besamos una vez, aquella vez, a una mujer (o un hombre) extraordinaria, nos hemos caído del patinete, recibimos esa llamada, pasamos de largo de camino a una cita importante, casi sin mirar. Somos sacerdotes de una ciudad de barbas grises donde ocurren cientos de dramas cada día aunque el escenario es fantástico, entonces los dramas se magnifican y se hacen algo más llevaderos.

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