Tribuna
Tristeza por decreto
No es adecuada la metáfora de las barbas chamuscadas del vecino aplicada a la cancelación de las fiestas populares, ya que lo primero en suspenderse han sido las Fallas de Valencia, precisamente, donde este año no va a arder nada: ni los ninots ni tampoco, ay, los billetes que queman millares de visitantes obligados a quedarse en casa. En remojo, por eso, lo único que se ha puesto allí ha sido la pólvora mediante la que detonan los levantinos sus (insoportables) petardos por lo que, al menos, se beneficiarán por la caída de la contaminación acústica. Hasta la peor catástrofe deja algunos beneficiados y aquí serán, en caso de supresión de las procesiones de Semana Santa, los propietarios de mascotas. No vean cómo se ponen los perros con los tambores y la pasta que se deja uno en tranquilizantes caninos si tiene la desdicha de poseer balcones sobre itinerarios de alto tránsito cofrade. (Además de la mala cabeza de convivir con chuchos, claro.) Algún alcalde andaluz, como el de Sevilla, anda galleando con las autoridades gubernamentales, e incluso con la OMS, porque entiende que las restricciones globales no le incumben, pero el problema es que se han desenjaulado las fieras de la psicosis, así que acabaremos todos cosidos a dentelladas. Que la ola de medidas drásticas haya respetado el aquelarre mujeril del 8-M y que «Kichi» celebrase el mismo Carnaval suspendido en Venecia responde, quizá, al sesgo de un Ejecutivo que se afana ahora en impedir manifestaciones de fe católica en la calle y los festejos taurinos que empiezan a menudear en primavera. No se trata de propagar teorías conspirativas, pero tampoco vamos a ser tan ingenuos como para aceptar la vigencia universal de la casualidad, sobre todo cuando ésta siempre favorece a los mismos. Sí es algo comúnmente aceptado que el miedo es la más eficaz herramienta de dominación conocida. Y está que claro que el poder ha conseguido acojonar a mucha gente con esta crisis.
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