Tribuna
Economía y exuberancia del Folclore
El catedrático José Ignacio Castillo señala que "nuestra sociedad necesita una reflexión más sosegada respecto a los límites de la promoción de las actividades folclóricas"
El Folclore en nuestro país, en la faceta de sus múltiples festividades religiosas y laicas, es de una belleza y excelencia incomparable. Cabalgatas reales, carnavales, semanas santas, ferias o romerías son nuestro orgullo y nuestra pasión compartida y la principal razón de que España obtenga un 99.8 sobre 100 en accesibilidad cultural según el ranking de países que elabora anualmente la casi centenaria publicación United States News. Esta es la máxima puntuación que consigue nuestro país en los 70 atributos que son valorados. Una valoración muy superior al, por ejemplo, famélico 7.9, también sobre 100, que se otorga al atractivo de nuestro sistema tributario o, no digamos, los inmisericordes 0.5 puntos del atributo que mide nuestra competitividad en costes.
Nuestras fiestas, inclusivas, trasversales y abiertas, se habrían convertido en arquetipos del post materialismo. De hecho, pocos elementos favorecen más la vertebración territorial patria que nuestras celebraciones, como muestran las audiencias en la televisión nacional de los Sanfermines o los carnavales de Tenerife, o que existan múltiples hermandades del Rocío, oficiales y oficiosas, fuera de Andalucía, desde Gijón a Palma de Mallorca.
En el caso andaluz, en pocos rankings nacionales vamos a encontrar una categoría en la que nuestra región destaque tanto, por encima de nuestro peso poblacional, que en el de las grandes fiestas patrias, donde es frecuente que aparezca Sevilla, con su Semana Santa y/o Feria, El Rocío de Huelva, Córdoba y sus patios, los Carnavales de Cádiz o las Ferias de Jerez o Málaga. Fiestas generalmente alejadas de la polarización política reinante, lo que las convierte en raros oasis de mayoritaria cooperación social.
Las noticias relativas a estas festividades copan los medios de comunicación locales, antes, durante y después del desarrollo de estas efemérides y alimentan la conversación diaria en nuestras ciudades. Folclore cada vez más presente también en nuestro sistema educativo, donde son frecuentes las actividades para acercarlo a nuestros escolares. Fiestas que marcan el devenir de nuestras urbes durante todo el año y que convierten a hermanos mayores o compositores de chirigotas en personajes preminentes en sus ciudades, ofreciendo nuestro folclore sólidas carreras para el reconocimiento social.
Pero la relación entre festividades folclóricas y economía es bidireccional o endógena, de simbiosis, como la hiedra con el árbol en el que se apoya. Por un lado, el folclore es una fuente clara de riqueza. Son múltiples los estudios que han analizado los impactos económicos positivos de estas actividades. Millones de turistas acuden cada año a nuestra tierra para compartir su disfrute o impulsan importantes sectores auxiliares, desde el sector textil (con túnicas, trajes regionales o disfraces de carnaval), a otros más singulares, como el arte sacro.
Aunque, por otro lado, parece razonable suponer que el desarrollo económico de nuestra tierra en los últimos cincuenta años, aunque con escasa convergencia, es la principal causa de nuestra actual exuberancia folclórica. Así se explicaría el incremento exponencial de hermandades y cofradías en una sociedad cada vez más laica y secularizada. Dicho de otra forma, este crecimiento del folclore se ha nutrido de los crecientes recursos económicos de las administraciones públicas, y, sobre todo, de las familias, que consagran al mismo parte de su patrimonio y tiempo durante todo el año. En algunas ocasiones, este drenaje puede ser excesivo, como quizás una Feria de Sevilla demasiado larga, de casetas poco llenas en sus últimos días, o cuando las economías domésticas acuden a préstamos al consumo para financiar estas costosas y efímeras festividades, empezando por el único traje regional femenino sujeto a moda anual. Además, también debería preocupar que una cantidad significativa de los recursos económicos empleados en actividades festivas folclóricas acaban en la economía sumergida, lo que no contribuye a erradicar esta lacra.
Puede que nuestra sociedad necesite una reflexión más sosegada respecto a los límites de la promoción de las actividades folclóricas, para evitar que la relación simbiótica se torne en parasitaria. También para minimizar las externalidades negativas del mismo, mientras se maximiza su contribución económica a nuestro estado del bienestar para, por ejemplo, contribuir a financiar una buena educación de los futuros peregrinos y penitentes, feriantes y chirigoteros.
José Ignacio Castillo es Catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla
✕
Accede a tu cuenta para comentar