Tribuna
Pentecostés, el Espíritu Santo y María
Santiago Gómez Sierra, obispo de Huelva, asegura que en la Virgen del Rocío "se conjugan ricos sentimientos humanos de amistad compartida, igualdad de trato y valor de todo lo bello que la vida encierra en el común gozo de la fiesta"
El Señor nos da la oportunidad de vivir una nueva Pascua de Pentecostés, y de hacerlo en El Rocío. Es como un trasunto de aquel primer Pentecostés que se nos describe en el segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles, y, sobre todo, un reflejo de la presencia de María en la primera comunidad cristiana (cf. Hch 1, 14).
De toda raza y nación venimos a las plantas de la Blanca Paloma, porque nos sabemos amparados bajo su manto de madre amorosa. Bajo ese manto esperamos al Espíritu Santo, para que venga y renueve la faz de la tierra. Como dice San Ireneo: «El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Abogado sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quién nos acusa, tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre» (Contra los herejes).
La Virgen Santísima, como imagen y tipo de la lglesia, ha experimentado en su vida la acción del Espíritu Santo. Nosotros, como María, hemos de vivir esta presencia del Espíritu Santo en nuestra existencia. Ella, en obediencia a Dios, aceptó con su fiat encarnar en su virginal y purísimo vientre al Hijo, por obra y gracia del Espíritu. Nosotros, por obra y gracia del Espíritu, recibimos los siete dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Esos dones, nacidos de la Pascua, darán como frutos: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.
Pentecostés es cuando la Iglesia nace. Mirad qué hermoso es esto: la Iglesia nace del Espíritu pero acompañados de María. La devoción a Nuestra Señora del Rocio tiene su máxima expresión en la solemnidad de Pentecostés. Este hecho nos está diciendo mucho de la profiindidad de la devoción rociera. Me recuerda lo que dijera en su visita al Santuario San Juan Pablo II: «Vuestra devoción a la Virgen representa una vivencia clave en la religiosidad popular y, al mismo tiempo, constituye una compleja realidad sociocultural y religiosa. En ella, junto a los valores de tradición histórica, de ambientación folklórica y de belleza natural y plástica, se conjugan ricos sentimientos humanos de amistad compartida, igualdad de trato y valor de todo lo bello que la vida encierra en el común gozo de la fiesta. Pero en las raíces profundas de este fenómeno religioso y cultural, aparecen los auténticos valores espirituales de la fe en Dios, del reconocimiento de Cristo como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, del amor y devoción a la Virgen y de la fraternidad cristiana, que nace de sabemos hijos del mismo Padre celestial».
Desligar, por tanto, la devoción a la Virgen de sus verdaderas raíces, es desligarla de la verdadera razón de su existencia: el amor a María como expresión de nuestro amor a Jesucristo, el Pastorcito Divino. Esa devoción nos la ha dado la lglesia, y tiene como referencia a la Iglesia, el Pueblo de Dios que camina en el mundo atentado por el Espíritu Santo y de la mano de María. Con qué acierto, el Santo Padre Francisco instituyó recientemente la fiesta de María Madre de la Iglesia en el lunes de Pentecostés.
Y es que Pentecostés es indisoluble de María, y ambos de la Iglesia. Roguemos a María que nos haga recibir al Espíritu Santo para que nos renueve, y pidámosle: «Enciende con tu luz nuestros sentidos, infunde tu amor en nuestros corazones y con tu perpetuo auxilio, fortalece nuestra frágil carne».
* Santiago Gómez Sierra es el obispo de Huelva
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