Blogs

¿Por qué nos acobardamos cuando más valientes deberíamos ser? (parte I)

La Razón
La RazónLa Razón

Dicen que no hay nada más peligroso que una fiera acorralada. Y si uno lo piensa, tiene mucha lógica, porque ¿qué mejor momento para sacar el coraje a relucir que cuando más hace falta? Ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas. En los momentos de máxima tensión y exigencia es cuando se mide el valor de las personas, cuando hay que dar el do de pecho, cuando hay que tomar al toro por los cuernos, sacar lo mejor de uno mismo, al luchador que llevamos dentro... Podríamos seguir todo el día con este tipo de afirmaciones exaltando la habilidad de los seres humanos para tirar de heroísmo justo en el momento en que las cosas se ponen más difíciles... Si no fuera porque es, sencillamente, mentira.

Sí, la pura verdad es que somos tirando a cobardes. Nadie lo diría teniendo en cuenta las cotas que ha alcanzado la humanidad, lo guerreros que hemos sido o que hemos llegado hasta la mismísima Luna. ¿Nos habremos vuelto timoratos con el tiempo? No nada de eso, en realidad, nunca hemos sido valientes. Es decir, biológicamente no estamos diseñados para serlo. En nuestro cerebro existe una amígdala, la amígdala del miedo, que se pone en funcionamiento cada vez que detecta una amenaza y cuyo efecto principal es justo el contrario al que nos referíamos al comienzo de este post. Es decir, hace que nuestro primer impulso sea comportarnos de una manera contenida y tomando pocos riesgos, que nuestra primera idea sea: “ante situaciones desesperadas, medidas cautelosas”.

Científicamente hablando, la amígdala es una estructura subcortical que se encuentra en la zona interna del lóbulo temporal medial de nuestro cerebro. Forma parte del sistema límbico, también conocido como cerebro emocional, responsable de regular las respuestas fisiológicas del cuerpo ante determinados estímulos. Esa pequeña estructura es la responsable de buena parte de nuestras precauciones y de que ante un determinado estímulo muchas veces optemos por la alternativa menos arriesgada.

No deberíamos ser demasiado duros con la amígdala del miedo, al fin y al cabo, es la responsable en buena medida de hayamos llegado tan lejos como especie. Unos animales no muy fuertes, no muy rápidos, no muy hábiles en el agua, incapaces de volar, con poca resistencia al frio o al calor, sin apenas pelo en el cuerpo, con dientes pequeños y uñas quebradizas en lugar de garras. Si la amígdala no hubiera hecho su trabajo evitando que nos metiéramos en líos ante el entorno hostil en el que nos ha tocado vivir, hace siglos que nos habríamos extinguido.

El problema es que ese mismo mecanismo de defensa, en ocasiones, nos sobreprotege, impidiéndonos responder de la manera en que sabemos o podemos ante un determinado estímulo o desafío. Es cuando nos asaltan las dudas y empezamos a cuestionarnos nuestra propia capacidad. Cuando nos atacan pensamientos sombríos como el “no sé si podré” o el “no me veo capaz”. Nos dejamos conquistar por el miedo y no nos atrevemos a dar ese salto que el fondo de nuestro ser sabemos que deberíamos dar.

Que no cunda el pánico. A todos nos ha sucedido eso alguna vez. Es perfectamente normal, ya que, repito, estamos diseñados biológicamente para ello. Lo importante es saber identificar esos frenos y tratar de escapar de su influjo. Pero antes de antes de pasar a analizar posibles mecanismos de desactivación, conviene hacer una distinción entre los diferentes tipos de miedos. Por un lado está el miedo que nos pone en estado de alerta y nos predispone para la acción. Ese tipo de miedo es positivo, ya que lo que hace es aumentar nuestro nivel de concentración y nos ayuda a poner el foco en la tarea a la que nos enfrentamos. También nos hace ser más conscientes de los posibles riesgos y consecuencias de nuestras acciones, con lo que nos impide comportarnos de manera temeraria o irresponsable.

El verdaderamente problemático es otro tipo de miedo al que podríamos llamar “temor tóxico”, que lo que hace es una previsión negativa de nuestras acciones, es decir anticipa un fracaso de algo que ni siquiera hemos acometido todavía. A ese tipo de temor, nos referiremos en la segunda parte de este post.

Fernando Botella, CEO de Think&Action