Opinión
El malestar de la enseñanza
De nuevo esta semana han salido los profesores a manifestarse por las calles, y no será la última vez que lo hagan. Porque, más allá de las puntuales reivindicaciones laborales, el malestar de la enseñanza, que lleva camino de cronificarse, aflorará de continuo mientras no se le ponga remedio.
¿Las causas de ese malestar? Apuntaré algunas, nada originales, pues son las que habitualmente se señalan cuando se habla del tema, pero válgales el aval de estar sustentadas en la experiencia de treinta y cinco años dando clases.
La primera y principal, que no haya una ley de educación consensuada por los partidos políticos y elaborada por expertos en educación, al margen de intereses partidistas, siempre mezquinos, y sin intromisiones ni apriorismos ideológicos excluyentes.
La cultura de la no exigencia que se ha adueñado de las escuelas, con la consiguiente desmotivación de los alumnos, especialmente de los mejores. Si no se premia el esfuerzo, se está fomentando la falta de atención y de concentración, que es el problema de gran parte del alumnado actual, junto con el mal uso de los dispositivos electrónicos y el exceso de información fácil sin contrastar ni digerir. También el concepto de deber ha quedado arrinconado, y su lugar lo ocupa ahora en el galimatías pedagógico la sacrosanta idea de la motivación. Todo tiene que ser, en efecto, divertido, lo más divertido que se pueda, y el profesor tiene sobre todo que motivar a los alumnos. Ese es su único y principal cometido, y, si no lo logra, suya y exclusivamente suya será la culpa. (Pero ¿desde cuándo el estudiar es divertido? ¿Y el trabajo? El trabajo que les aguarda en el futuro a estos niños y adolescentes, ¿tendrá también por fuerza que ser divertido?)
El desdén por el aprendizaje memorístico.
La relegación, o la no priorización, como ahora se dice, de la lectura comprensiva y la escritura: leer y escribir, las dos herramientas básicas del aprendizaje escolar.
La palabrería y retórica, el humo y hojarasca de los planes educativos, que en eso se va todo la mayor parte de las veces. En los currículos y las programaciones, los contenidos apenas ocupan un par de páginas, nada en comparación con las muchas dedicadas al fárrago de procedimientos, actitudes, valores, competencias y otras habilidades. Como si el saber y la transmisión de conocimientos no importara, como si desde antes de Aristóteles para acá el núcleo y la esencia de la enseñanza no haya consistido siempre en que un profesor enseña lo que sabe a unos alumnos que no saben.
La sobrecarga burocrática que se les ha impuesto a los profesores: informes, programaciones, adaptaciones curriculares, etc, que no sirven para casi nada y les ocupan el tiempo que debían dedicar a la preparación de las clases.
Las ocurrencias y fantasías de los pedagogos, encantados de darle vueltas a todo con tal de imponer métodos y estrenar jerga. Que se les consulte a ellos, a los pedagogos que teorizan en los despachos, y no a los profesores que están en las aulas, dice mucho y explica en buena parte el malestar de la enseñanza.
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