Ciencia

El planeta que nunca existió

Esta es la historia del primer planeta de nuestro sistema solar y cómo la ciencia puede predecir incluso lo que no entiende

Litografía del año 1846 mostrando los planetas del Sistema Solar y entre ellos, Vulcano
Litografía del año 1846 mostrando los planetas del Sistema Solar y entre ellos, VulcanoLith. of E. JonesCreative Commons

Una de las mejores cosas de la ciencia es que muchas veces es predictiva. No solo nos ayuda a describir y comprender lo que ocurre a nuestro alrededor, sino que arroja luz sobre lo que está por ocurrir. Los oráculos quedaron atrás hace mucho tiempo y, aunque algunos siguen creyendo en supercherías como el tarot o el horóscopo, los verdaderos adivinos de nuestros tiempos son los científicos. Ya sea desde la biología, la física o la economía, haciendo uso de matemáticas papel y lápiz o sumándole algún que otro ordenador, las predicciones certeras de nuestro tiempo incluyen la palabra ciencia.

La lógica que subyace es sencilla. Dado que comprendemos muchos fenómenos hasta poderlos desgranar en números y fórmulas, es lógico pensar que podemos darle la vuelta a esto. Conociendo la fórmula de la ley de la gravitación universal, la masa de dos objetos, la gravedad entre ellos y su distancia podemos calcular la fuerza que uno ejerce sobre el otro. Dicho de otro modo, podemos predecirla antes de medirla. Imagina ahora que primero la predecimos, luego la medimos y ambos números no coinciden. Si hemos hecho todo bien habrá dos explicaciones, tiene que haber, necesariamente, algo que no estamos teniendo en cuenta. Pues bien, así es como descubrimos un planeta y cómo perdimos a otro.

El planeta que sí existía

Nuestra historia comienza en el siglo XIX con un matemático llamado Urbain Le Verrier. Cada comunidad tiene a sus héroes, sus leyendas. Personalidades que consiguieron un logro impensable. En el mundo de la física descubrir un planeta nuevo en nuestro propio sistema solar equivale a haber dado muerte a un dragón. No es fácil, ni muy probable que suceda, pero cuando ocurre te proporciona una fama imperecedera. Sobre todo, teniendo en cuenta que Le Verrier vivió hace apenas 200 años, cuando ya llevábamos siglos mirando al cielo con telescopios. ¿Cómo podíamos haber pasado por alto un planeta entero?

Lo que Le Verrier hizo, como buen matemático que era, fue centrarse en las fórmulas y olvidarse a priori del mundo real. Le Verrier solo necesitaba conocer un puñado de datos y aplicar unas cuantas leyes. Por un lado, estaban las de Kepler, que rigen cómo se mueven los planetas, cómo son sus órbitas y sus velocidades. Por otro, las de Newton, que revelaban cómo se comportaban los cuerpos al interactuar mediante fuerzas y, por lo tanto, eran capaces de explicar bastante bien la gravedad. Le Verrier tenía que simular, no sólo cómo interactuaba el Sol con cada planeta, sino cómo interactuaban estos entre sí, lo cual hace los cálculos muchísimo más complejos. En cualquier caso, lo logró, y su sistema solar matemático era casi idéntico al real. Cada detalle parecía calcado, pero había surgido espontáneamente del conocimiento de unas pocas leyes y unos cuantos cálculos. No obstante, es “casi” fue la clave, porque Urano se movía de forma extraña.

Le Verrier entendió que si todo el modelo funcionaba excepto por un planeta podía deberse a que había en juego un planeta más de los que conocíamos, un cuerpo que actuaba sobre Urano. En realidad, y por justificado que estuviera, es fuerte pensar lo que realmente significaba este pensamiento. Simplificado sería algo tal que así: es más probable que hayamos pasado por alto un planeta entero de nuestro vecindario durante cientos de años observando el cielo, que el que mis números se hayan equivocado. Esa soberbia ganada a pulso es parte del encanto de las matemáticas bien utilizadas. De hecho, Le Verrier tenía razón. Volvió a tomar papel y pluma y calculó la masa y el lugar que tenía que ocupar ese otro planeta para que la órbita de Urano encajase con lo que los astrónomos observaban. Su predicción matemática fue casi perfecta. Los astrónomos enfocaron sus telescopios hacia donde Le Verrier había indicado y allí estaba, un nuevo planeta al que ahora conocemos como Neptuno.

Imágenes de Neptuno tomadas por la sonda Voyager 2
Imágenes de Neptuno tomadas por la sonda Voyager 2NASACreative Commons

La lejanía, el tamaño y la baja velocidad de Neptuno habían hecho muy improbable encontrarlo en la enormidad de la bóveda celeste. Era fácil confundirlo con una estrella más y eso es lo que sucedió. Esta es una de las predicciones más bonitas de la historia de la ciencia y Le Verrier se convirtió en un matadragones en tiempos en los que estas bestias parecían haberse extinto.

Desde luego, hay pocas cosas mejores para un astrónomo que encontrar un planeta en nuestro sistema solar, como mucho podemos soñar con, a falta de uno encontrar dos planetas, pero ¿qué probabilidades había de esto? Al parecer, las suficientes para Le Verrier.

Échale la culpa a un planeta

Le Verrier le había cogido el gusto a utilizar de este modo las matemáticas, así que pluma en ristre, trató de calcular cómo debía de moverse Mercurio según los datos que teníamos. La elección no era azarosa. Todos los planetas tienen varios movimientos, no solo rotación en torno a sí y traslación en torno a su estrella. Uno de ellos se llama precesión del perihelio y consiste en lo siguiente: dado que las órbitas son elípticas (como círculos achaparrados) el diámetro mayor de esas elipses no siempre está orientado del mismo modo, sino que gira sobre sí mismo como las manecillas de un reloj. Pues bien, la precesión de Mercurio es especialmente notable debido a su cercanía con el Sol. Sin embargo, algo había fallado, Mercurio precesaba su perihelio más rápido de lo que sus números explicaban.

La diferencia era pequeña, pero suficiente como para hacer saltar la liebre. Unos 38 segundos de arco cada siglo. Esto es, el diámetro mayor de su órbita giraba sobre sí mismo poco más de 0,01 grados cada 100 años más de lo que los cálculos de Le Verrier predecían. ¿Cómo explicar algo así? La tentación era demasiado grande y el matemático no dudó demasiado en plantear la existencia de un nuevo planeta desconocido, más interior que Mercurio, grande y extremadamente cerca del Sol. Su nombre fue Vulcano, dios romano del fuego. Teóricamente, su extremada proximidad al Sol habría complicado extremadamente su observación.

Todo cuadraba más o menos, aunque era todavía bastante especulativo. En cualquier caso, Le Verrier volvió a tomar tinta y folio para calcular dónde debía observarse Vulcano y facilitar que, una observación detallada de esa región encontrara al fin indicios del escurridizo planeta. Así pues, los astrónomos tomaron nota y apuntaron sus telescopios con cierta desconfianza. Y efectivamente, vieron lo que esperaban: el Sol brillando muy fuertemente. Sol y solo sol. No obstante, Le Verrier no estaba satisfecho, tal vez había pasado algo por alto o, simplemente, no habían sucedido unas condiciones óptimas para la observación, por lo que repitió sus cálculos. Y los repitió por tercera vez, y por enésima, todas con el mismo resultado: nada.

Precesión de perihelio de Mercurio
Precesión de perihelio de MercurioDhenryCreative Commons

Algunos astrónomos afirmaron haber visto la silueta del planeta recortada sobre el disco solar, pero no presentaron evidencias más allá de su palabra. Otros decidieron reducir sus expectativas y plantearon la existencia de una especie de cinturón de asteroides a los que llamaron “vulcanoides”, pero tampoco han sido entrados hasta la fecha. Le Verrier murió satisfecho, creyendo que había encontrado dos planetas en nuestro propio vecindario, pero ahora, asumimos con bastante certeza que solo Neptuno es real. Vulcano vive ahora en el mundo de las quimeras, junto con el dios que le dio nombre. No obstante, Le Verrier tenía razón en algo. Sus cálculos apuntaban en la dirección correcta. Hay una diferencia de 43 arcosegundos por centuria entre la precesión del periohelio del Mercurio real y de lo que la mecánica clásica predecía, pero el motivo no era un planeta extra. La explicación llegó de la mano de Einstein y su relatividad. Efectivamente, las matemáticas apuntaban a que algo estaba mal, pero no era nuestra observación, eran nuestras antiguas teorías explorando sus propios límites. Y aunque la comunidad de astrónomos y astrofísicos tiene esto muy claro y asume que Vulcano no existe, todavía quedan unos poquísimos defensores incondicionales de Le Verrier. No usan argumentos científicamente robustos y, desde luego, su postura no es sólida, es pura ideología y subjetividad, pero nos permite ahondar en una de las mayores limitaciones de la ciencia.

Es verdad que todo lo que la ciencia ha llegado a revelar sobre el mundo que nos rodea tiene cierto aroma a magia. Pero no nos confundamos, esos resultados no surgen espontáneamente de la nada. Los científicos no tienen máquinas perfectas donde introduces datos y consigues respuestas absolutas e incuestionables. La realidad es mucho más gris. La ciencia es como coger una hoja de papel hecha de incertidumbre e ir recortándola con unas tijeras hasta dejarla tan pequeña como nos sea posible. La idea reducirla cuanto podamos, pero asumiendo que nunca desaparecerá del todo. Porque, a cada corte, siempre habrá un trozo que quedará protegido por tus propios dedos.

Ser científico consiste en aprender a vivir con la incertidumbre y a saber qué hacer con ella. ¿Cuánta incertidumbre podemos permitir para aceptar o rechazar una idea? De repente, decir cosas como que los científicos han descartado o demostrado algo se vuelve mucho menos trivial. Sobre todo, cuando eso significa dar la espalda a una idea bonita y en la que hemos trabajado durante años. Dar la espalda a una hipótesis vieja es como dejar atrás a un amigo, un amigo llamado Vulcano.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Que sea complicado establecer el límite entre qué consideramos con suficiente evidencia como para ser confirmado y qué no, no quiere decir que sea imposible o que debamos de caer en relativismos. No todos los resultados están en una frontera ambigua, hay cosas que sistemáticamente recolectan resultados realmente contrarios a lo que afirman, como es el caso de numerosas pseudociencias.

REFERENCIAS (MLA):