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La tecnología “española” que nos permite observar el pasado: De los catalejos al Hubble

Los telescopios han evolucionado a lo largo de los siglos haciéndose cada vez más potentes hasta lograr imágenes de un pasado remoto, tan lejano como antiguo.

Fotografía tomada del telescopio espacial Hubble
Fotografía tomada del telescopio espacial HubbleNASA/Smithsonian Institution/LocEFE

Un telescopio es una máquina del tiempo. No hay trampa ni cartón, porque eso es exactamente lo que está haciendo, acercando uno de nuestros sentidos al pasado remoto. Puede que nos transporte tal cual, a nosotros, pero la experiencia de estar presente equivale, en realidad, a que nuestros sentidos se vean embebidos por ese lugar o ese tiempo, y desde luego, al menos nuestra vista sí viaja al pasado. Cuando acercamos nuestro ojo a un telescopio, lo que está ocurriendo es que estamos canalizando una luz que llevaba viajando cientos o miles de años. Ese viaje ocurre a la velocidad de la luz en el vacío, que es una constante de nuestro universo, algo que no cambia jamás, independientemente de que la luz sea proyectada por un objeto parado o en movimiento.

Precisamente así es como podemos estar tan seguros de cuánto le ha llevado a la luz llegar a nosotros una vez sabemos la distancia. Por eso es tan cómodo tomar medidas astronómicas en años luz, porque la luz de un objeto que se encuentra a 430 años luz (como ocurre con la estrella polar) tarda exactamente eso en llegar a nosotros: 430 años. Esto significa que, la imagen que llega a nuestras retinas es de un evento que tuvo lugar hace casi medio siglo. Si la estrella polar desapareciera ahora, tardaríamos ese tiempo en verla desaparecer del firmamento y si eso no es viajar al pasado, más vale que redefinamos términos. No obstante, la tecnología que lo hace posible no surgió de la noche a la mañana. Los telescopios tardaron siglos en aparecer y desde entonces han evolucionado tanto que, mirando el Hubble que orbita en torno a nuestro planeta, es difícil imaginar los pequeños catalejos con los que todo esto comenzó.

Catalejos venidos a más

A pesar de lo que suele pensarse popularmente, Galileo no inventó el telescopio. Podríamos llegar a llevarnos la contraria según cómo definamos los términos, en especial a la hora de distinguir un catalejo de un telescopio. Sea como fuere, ambos conceptos partieron de una misma idea, un tubo a lo largo de cuya longitud se situaban lentes capaces de magnificar una imagen y aislarla del resto de la luz ambiental. Este antepasado común de telescopios y catalejos modernos era atribuido, hasta hace relativamente poco, a Hans Lippershey, un fabricante de lentes de origen alemán. Sin embargo, actualmente se sospecha que el fabricante de anteojos Juan Roget ya había diseñado un aparato similar en 1590, 18 años antes que Hans Lippershey. Si estos estudios están en lo cierto, el telescopio sería un invento español.

Este artilugio no estaba pensado para mirar al firmamento, sino para otear el horizonte y otros objetos lejanos de nuestro mundo terrenal. Haría falta un cambio de perspectiva para que enfocáramos estos ingenios al cielo. Aquí sí es donde entra Galileo Galilei. Había llegado a sus oídos la existencia de estos tubos amplificadores. Aunque, a decir verdad, habían llegado a oídos de media Europa. Tan solo un año después de que Lippershey los popularizara, Galileo ya había creado su propio modelo, adaptado a sus necesidades astronómicas. Podemos decir, por lo tanto, que Galileo fue el inventor del primer telescopio astronómico, porque el añadido de “astronómico” lo cambia todo.

Un espejo de estrellas

Pronto, aquellos armatostes recibieron el nombre con el que los conocemos ahora, concretamente gracias a Giovanni Demisiani. Los telescopios comenzaron entonces a crecer, tanto en longitud como en diámetro, permitiendo el uso de lentes más grandes y, por lo tanto, con mayor potencia. Sin embargo, quedaba mucho por avanzar, porque aquellos vidrios curvos, a medida que trataban de ver objetos más lejanos y pequeños (como las estrellas) revelaban su talón de Aquiles, contaminando las imágenes con lo que fue llamado “aberración cromática”, separando la luz en torno al objeto en coloreadas y difusas auras. La solución a este drama astronómico la trajo Isaac Newton en 1688, cuando inventó el telescopio reflector, que, a diferencia del refractor, no utilizaba lentes, sino cristales. El invento de Newton permitió, no solo evitar la aberración cromática, sino aligerar los telescopios y abaratar su coste.

Tras los reflectores llegaron los catadriópticos, capaces (entre otras ventajas) de combinar lentes y espejos para reducir la longitud de sus cuerpos. Sus tamaños fueron creciendo hasta dar a luz verdaderos monstruos alojados en domos de metal, cúpulas que se abren cuando las flores se cierran, en plena oscuridad. No obstante, aquello no era el final del camino. Había otro gran impedimento entre las estrellas y nuestros ojos, la atmósfera. Al atravesar el aire, la imagen se altera, perdemos información y resolución, por lo que hubo que construir telescopios enormes en lugares especialmente altos, para reducir los kilómetros de atmósfera que tuviera que atravesar la luz. Una vez agotamos estas opciones, el siguiente paso era evidente, había que sacar los telescopios de nuestro planeta y ponerlos en órbita.

Así es como, el 24 de abril de 1990, el Hubble despegó de Cabo Cañaveral para no volver. El primer telescopio espacial ya estaba dando vueltas a la Tierra. Durante este viaje, los telescopios ópticos (que funcionan con luz visible), dieron lugar a variantes capaces de aprovechar otros rangos del espectro electromagnético. El Chandra, por ejemplo, capta rayos X y el Spitzer los infrarrojos. Los radiotelescopios captan ondas de radio y, si nos salimos del dominio de la luz, para algunos, los detectores de ondas gravitacionales no dejan de ser telescopios de otro tipo.

Y a pesar de tantos logros, la historia no ha terminado. Hace ya tiempo que el sucesor del Hubble está a punto de ponerse en órbita. Los retrasos debidos a la pandemia siguen haciendo mella, pero tras ellos se esconde la promesa de un telescopio tan potente que nos permitirá ver planetas formándose en otras galaxias. Su nombre es James Webb y tampoco será el punto y final de esta historia de viajes al pasado.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Actualmente existen multitud de modelos de telescopios realmente económicos. Su precio depende en parte de la calidad de las lentes o de los espejos que empleen, pero junto con esto influirán otros aspectos como el tipo de trípode y accesorios que permitan una mejor experiencia, como los filtros o el acabado. Un ejemplo relativamente caro y frecuente son los motores que harán rotar al telescopio a la vez que rota la Tierra, para mantenerse fijo en un punto del cielo durante toda la noche, sin importar que las estrellas parezcan huir sobre nuestras cabezas.

REFERENCIAS (MLA):