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Somos el mono que viaja y no hemos hecho más que empezar

Lo que empezó en África ahora está a 23 mil millones de kilómetros de casa.

Representación artística de la sonda Voyager 1 en el medio interestelar
Representación artística de la sonda Voyager 1 en el medio interestelarNASA/JPL-CaltechCreative Commons

Hay preguntas que estamos cansados de escuchar: de dónde venimos, a dónde vamos… Es lógico que acaben saltando a nuestro paso a la mínima de cambio, porque son los extremos de toda historia, los dos puntos de cualquier narrativa conectados por una línea más o menos recta y, la nuestra, parece haber tenido quiebros de lo más vertiginosos. Hemos viajado más que ningún otro ser vivo conocido, podríamos incluso llamarnos “el mono viajero” sin ruborizarnos por la posible falta de rigor. ¿Pero dónde empezó todo? Es difícil meter un hachazo a nuestra historia para definir una introducción que no fuera la misma aparición de la vida en la Tierra, o incluso la creación del Cosmos si queremos un prefacio generoso. Podríamos forzar la historia para que sus primeras líneas se remontaran a la aparición del género Homo, pero también a la de los primeros sapiens o, millones de años atrás, el surgimiento de los mamíferos.

Como hablamos de viajes (concretamente del viaje de nuestra especie), parece sensato empezar hace 60.000 años, cuando un grupo de Homo sapiens abandonaron las tierras africanas para empezar la caminata más larga de nuestra historia. En ese tiempo hemos reclamado casi cada centímetro de tierra emergida, hemos desarrollado civilizaciones y han caído imperios, hemos escrito historias y hemos vivido dramas. Hemos revolucionado la música incontables veces y ha aparecido la ciencia, la filosofía y la tecnología tal y como la entendemos ahora. No sabemos qué llevó a nuestros antepasados a dejar atrás su cuna, ni siquiera sabemos qué hubiera ocurrido si se hubieran quedado en las doradas sabanas. Lo que sí sabemos es a dónde nos llevaron esos pasos.

De la tierra al éter

Si somos precisos, no es tan sencillo datar cuándo salimos de nuestro continente natal. Sabemos que ha habido varios éxodos, si queremos llamarlos así. Hubo otros Homo que salieron de él antes que el sapiens y nosotros mismos nos extendimos en varias oleadas. Si lo pensamos, lo raro sería que un grupo de nuestros antepasados se coordinara perfectamente para salir de África todos juntos y una sola vez. Algunas viajaron por el sur de Asia y cruzaron las islas de Indonesia para llegar a Australia y Nueva Zelanda. Otros ascendieron por Eurasia para (por lo que apuntan algunos estudios) separarse en dos grandes grupos, uno que siguió avanzando hacia el noreste, adentrándose cada vez más en las profundidades de Asia, y otro que dio un quiebro, viajando hacia el ocaso hasta dar con Europa.

Evidentemente, cada comunidad era un mundo, viajaban durante generaciones y no respetaban estas trayectorias generales que nosotros, sus descendientes, trazaríamos decenas de miles de años después de su muerte. El intercambio y los cruzamientos ocurrieron, no solo entre las comunidades de sapiens, sino entre nosotros y otros Homo, como los neandertales o los denisovanos. Ya habíamos domado el fuego cuando conquistamos la tierra, al menos en muchos sentidos y, con el tiempo, aprendimos a surcar las aguas y deslizarnos por el aire. Puede parecer engañosa la manera en que repaso esa serie de hitos históricos tan complejos y determinantes para nuestra especie, pero nada más lejos de la realidad, porque comparados con los 200.000 o 300.000 años que llevamos los Homo sapiens explorando este planeta, los últimos 10.000 son un suspiro, apenas un 5% del total. Eso es lo que separa la primera embarcación de la que tenemos constancia, de nuestra tecnología aeroespacial más puntera. Aquella canoa de Pesse del octavo milenio antes de Cristo, posiblemente no fuera la primera, pero no debió de tener muchas predecesoras. Hace tan solo 239 años desde que volamos nuestro primer globo aerostático y 119 desde el primer avión. Han pasado apenas 65 años desde que el Sputnik entró en órbita, convirtiéndose en la primera sonda espacial de la historia. Acabábamos de conquistar el último elemento clásico, el inexistente éter completaba nuestra colección.

El último gran viaje

Desde entonces no hemos parado de extender la mano para tocar el cosmos y son muchas las misiones que han partido de esta canica azul, pero hay una que podemos considerar el último gran viaje por la enorme distancia a la que ha llegado. Salieron de la Tierra en 1977, hace 45 años y hace 10 que salieron de nuestro sistema solar según cómo definamos sus límites, ahora viajan por el espacio interestelar. Atravesaron la heliopausa, esa distancia a la cual la influencia del Sol empieza a igualarse con el viento del resto de estrellas. Viajan a 61.000 kilómetros por hora, lo cual hace de las Voyager dos de los objetos más rápidos jamás creados por el ser humano.

En estos 10 años han tomado incluso más distancia con su planeta natal y, ahora, se encuentran a unos 23 mil millones de kilómetros. 23.300.000.000, esa es la cifra redondeada si la exhibimos en todo su esplendor. Eso equivale a dar casi 600 mil vueltas a nuestro planeta. Aquel ser humano que puso un pie fuera de África por primera vez palidece un poco ante la idea de que hayamos podido construir una sonda que ha salido, ya no de un continente o un planeta, sino de nuestro sistema solar, al menos en cierto sentido.

Y si esto no fuera suficiente como para convertirlas en un símbolo realmente profundo de lo que significa ser humano, hemos de sumar lo que con ellas portan. Porque aparte de las muchas finalidades científicas que tenía esta misión, también llevan cierta poesía. Ambas sondas Voyager portan consigo dos discos de oro con grabaciones de saludos, ballenas, música, etc. En su superficie se encuentran datos sobre nuestro aspecto, nuestra ubicación en el cosmos e incluso las instrucciones para construir el dispositivo que reproduzca el disco. Eran como un mensaje en una botella tirada a la inmensidad del mar.

Y, lo más emocionante, es que este soplo solo es una primera bocanada de todo lo que está por llegar. Todavía estamos muy lejos de poder poner un punto final a nuestra historia, la línea narrativa sigue culebreando entre casualidades y logros sin precedentes, siempre un paso más allá, aunque “allá” termine siendo un lugar no tan lejano del que partimos. Ese es un poco nuestro sino, si queremos ser poéticos: seguir viajando, cruzando valles, océanos y cosmos para saciar ese picor que nos sacó de África hace 60.000 años, el mismo empujón que sacó de órbita a las Voyager. Somos la especie de los 23 mil millones de kilómetros, porque, aunque no haya ningún humano dentro de esas sondas, son una extensión de todo lo que nos hace quienes somos.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Como decíamos, hay cierto conflicto a la hora de afirmar que las sondas Voyager hayan abandonado nuestro sistema solar. Quienes dicen que sí es porque toman como referencia la heliosfera y, al haber abandonado la heliopausa, podemos decir que han cruzado la frontera de esa definición de Sistema Solar. Sin embargo, la heliosfera no es igual en todas las direcciones, tiene forma de lágrima y las Voyager la han abordado por su extremo más cercano. De hecho, hay quien define el Sistema Solar como el espacio comprendido por la Nube de Oort, a la cual las Voyager no han llegado todavía, por lo que, según esta segunda definición, no han abandonado todavía el Sistema Solar. No obstante, es evidente que han cumplido un hito y, dado que bajo ciertas definiciones tiene sentido afirmar que hayan salido del Sistema Solar, parece una buena forma de transmitir su importancia.

REFERENCIAS (MLA):