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HISTORIA

1931-1939: los años del terror rojo

Núñez Roldán revela en un ensayo los orígenes ideológicos de la violencia de la Segunda República

Milicianos republicanos disfrazados con vestiduras religiosas tras el saqueo de una iglesia en un pueblo aragonés EFEEFE

Corre una mala idea entre los que critican la memoria histórica: la necesidad de construir la «otra memoria» para desenmascarar la tergiversación del pasado. Este enfoque es un error porque supone entrar al trapo de una batalla política ajena a la verdadera Historia. Sé que es muy tentador, pero jugar en el campo del adversario con sus reglas y lenguaje concede una victoria al contrario y una derrota a la disciplina científica. Lo opuesto a la memoria histórica (lo politizado) es la Historia (lo científico). Más claro: ante el relato hay que dar el dato en su contexto. El lector inteligente agradece que el historiador no lo pastoree hacia un discurso partidista repleto de soflamas y prejuicios.

Francisco Núñez Roldán ha escrito un libro muy interesante en este sentido: «Terror Rojo (1931-1939). Ideología y barbarie en la Segunda República y la Guerra Civil española» (Sekotia, 2025). El autor, filólogo, novelista y ensayista, tiene títulos como «Historia de la prostitución en España» (1995) y «La guerra del gabacho 1808-1814» (2008). Su última obra busca responder a una pregunta fundamental: ¿por qué se venera a la Segunda República si fue un momento muy violento y sangriento de la Historia de España? Núñez Roldán y Pedro de Tena, su prologuista, citan el peso que tiene ahora la política de memoria histórica, incluida la última ley inspirada por Bildu. Sin embargo, el autor considera esta respuesta insuficiente y da dos explicaciones más. Por una parte, cita la consabida ignorancia del pasado. Por otra, lo que llama «ley del silencio» en referencia a que durante el franquismo las familias españolas no contaron a sus hijos qué pasó entre 1931 y 1939. En el franquismo, dice, se hablaba poco del tema o se evitaba la conversación. Era un tabú y una conveniencia porque todos tenían algo que confesar o lamentar. De hecho, los políticos de la Transición hicieron lo que los españoles demandaban, que era dejar atrás ese pasado de sangre y fuego y mirar hacia delante. Esto funcionó hasta que Felipe González temió perder las elecciones frente a Aznar y sacó el fantasma de Franco en una estrategia que remató Zapatero con la ley de memoria histórica de 2007.

Portada de «Terror Rojo (1931-1939). Ideología y barbarie en la Segunda República y la Guerra Civil española» SekotiaSekotia

La intención de Núñez Roldán en «Terror Rojo» es evitar que se olvide la violencia ejercida por los frentepopulistas durante la Guerra Civil, incluida la propia de un enfrentamiento militar. Señala que cierta historiografía tergiversa la Historia al resaltar las muertes producidas por el bando sublevado, mientras oculta o minimiza las que resultaron como consecuencia de las acciones bélicas del bando gubernamental. Del mismo modo, Núñez Roldán considera que en la actualidad se está estudiando la represión ejercida por los golpistas y el franquismo sin objetividad, y que es necesario «equilibrar» el análisis con el recuerdo de la represión ejercida por comunistas, anarquistas y otros grupos. El autor quiere cumplir su objetivo dividiendo el libro en dos partes, precedidas de varios capítulos dedicados a contextualizar la República de 1931.

Bombardeos gubernamentales

La primera narra los bombardeos gubernamentales a la población civil de la zona sublevada. Núñez Roldán ofrece numerosos ejemplos y resalta la descripción de los estragos en la ciudad de Córdoba y en su provincia. Destaca el bombardeo de Cabra, ocurrido el 7 de noviembre de 1938, con más de un centenar de muertos civiles. También describe los menos conocidos en Granada, Cádiz, Valladolid y Tetuán, siendo este último de gran relevancia porque, según cuenta Núñez Roldán, causó quince muertos, incluyendo el bombardeo de una mezquita, que incrementó el voluntariado a la guerra. Eso, claro, y las 3,50 pesetas de sueldo diario y la perspectiva de botín en la Península.

Para completar esta parte el autor detalla el genocidio religioso y la destrucción de arte sacro. Recuerda que más de 7.000 personas fueron asesinadas por profesar la fe católica, así como las numerosas obras que se robaron, arruinaron y quemaron. Núñez Roldán se pregunta por qué ocurrió esto, y exculpa a los autores diciendo que fue a impulso de ideologías criminales y por desatención de la Iglesia y del Estado, que no educaron en el respeto a lo religioso. Pero es esta una teoría sin demostración práctica y contraria a cualquier Código Penal del mundo: la ignorancia no exime del delito. Si así fuera, quienes desconocen por completo la astronomía estarían exculpados de quemar el observatorio astronómico. No se mató, violó, mutiló, torturó y quemó por ignorancia, sino por la «banalidad del mal», tal y como estudió Hannah Arendt para ese periodo de la Historia europea, y por la «brutalización de la política» de la época de entreguerras señalada por George L. Mosse. España no escapó a esa ola general. En general, si estas cosas fueran por ignorancia los autores serían dignos de lástima y se arreglaría mandándolos a la escuela. Al ser delincuentes son condenables y van a la cárcel. Es más: quienes ordenaron el genocidio en la España del 36 no eran individuos incultos ni inconscientes, sino que fue un plan deliberado de liquidación social bajo una justificación revolucionaria.

Milicianos republicanos posando con la momia de una monja procedentes de las tumbas profanadas en el Convento de la Concepción de Toledo.Fondo del Estudio Fotográfico Alfonso. Archivo General de la Administración. Ministerio de Cultura

La segunda y última parte del libro se adentra propiamente en el «terror rojo»; esto es, en la represión salvaje en la retaguardia. Aquí Núñez Roldán recupera los datos de la Causa General, que fue el proceso contra los criminales de guerra que se efectuó entre 1941 y 1949, y añade circunstancias nuevas gracias a un trabajo de campo propio y a la referencia de nuevas publicaciones de ámbito local. El autor recuerda que las víctimas en el territorio gubernamental estaban desarmadas, fueron asesinadas sin juicio o con mínimas garantías procesales tras vejaciones y torturas sin fin. Ninguna de las víctimas fue «ajusticiada» por haber cometido un delito, sino por ser «rico», «facha» o católico, aunque también hubo ajuste de cuentas personales, que es lo propio de cualquier conflicto civil. Además, indica Núñez Roldán, numerosos cadáveres fueron profanados, tirados en pozos, barrancos o minas, y dejados sin enterrar en campos y cunetas. Estas lamentables circunstancias tienen lugar en todos los conflictos bélicos. A partir de aquí, en la obra se recorren los asesinatos en las provincias andaluzas y se obvian deliberadamente otros casos, como el de Paracuellos o Mallorca, por considerarlos perfectamente documentados.

Es muy interesante lo que cuenta Núñez Roldán acerca de los «trenes de la muerte» en Jaén, y que tanto recuerda a los episodios de la Solución Final en la Alemania nazi. En el traslado de presos no afectos a la República del Frente Popular, los trenes hacían paradas «técnicas» para fusilar. Por ejemplo, el 12 de agosto de 1936 salió de Jaén un tren con 245 presos y una escolta de 50 guardias civiles leales al gobierno. Cuando llegó a la estación Santa Catalina-Vallecas, el girector general de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez, ordenó a la Guardia Civil que se retirase del convoy. Fue entonces cuando actuaron las milicias anarquistas y asesinaron a casi 200 de los cautivos, entre ellos, al obispo de Jaén, Manuel Basulto. Estas matanzas no hubieran ocurrido, dice Núñez Roldán, sin el consentimiento por omisión del Gobierno de la República, en una dejación de funciones que permitió días después el asalto a la cárcel Modelo de Madrid. Todo esto ocurrió y no merece caer en el olvido.