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Música

Nueva Orleans

Santiago Auserón busca el compás negro de España

El músico explora en un libro la raíz mestiza del folclore cantado en castellano. Del flamenco al bolero

La bailaora y coreógrafa de flamenco María Pagés durante el pase gráfico de la obra ‘Paraíso de los negros’ en los Teatros del Canal, en Madrid
La bailaora y coreógrafa de flamenco María Pagés durante el pase gráfico de la obra ‘Paraíso de los negros’ en los Teatros del Canal, en MadridRicardo RubioEuropa Press

En la música son tan importantes las notas como los silencios. Es ahí donde trabaja nuestro inconsciente, donde el tiempo parece detenerse en la punta del alfiler y late el pasado de las tradiciones. Y es en esos silencios en los que Santiago Auserón propone un viaje alucinante, tan mítico como real, tan erudito como mágico, por los vacíos entre notas que en España han durado siglos. Descorre el telón de una manera inesperada, abruma al lector con citas y conocimiento, y trata de tejer con el hilo invisible del instinto una nueva memoria de nuestra huella sonora que nos lleva desde la invasión musulmana al Siglo de Oro y de los barcos negreros a las tabernas flamencas: es “El ritmo perdido” (Península).

El viaje al que invita el que fuera líder de Radio Futura dista mucho de ser convencional. Lo que comienza casi pareciendo una autobiografía, algo así como el relato íntimo del descubrimiento de la música negra, desaparece para mudar de piel y casi parecer un ensayo histórico. La narración comienza con la familia Auserón viviendo en el barrio de Quintana, en Madrid, sigue con su periplo en Cádiz y la vuelta a la capital para fundar Radio Futura, grupo al que, echando la vista atrás, define como «un proyecto afterpunk periférico en lengua romance. Lo que intentamos fue comparar la tradición poética de nuestra lengua con la de la negritud». Y a ese afán se dedica también Auserón en el libro, dando un salto atrás que trasciende la experiencia personal para convertirse en una especie de apasionado ensayo con profusión de notas a pie de página. Su formación en filosofía asoma y el trabajo adquiere proporciones que en momentos parecen sobrepasarle. Así, tirando del hilo, Auserón arranca con el majurí, un ritmo nacido en los burdeles de Persia que se extiende por el mundo musulmán y llega a Al-Andalus por el filtro de la tradición bereber y beduina, que, como pueblos nómadas, necesitan de ritmos sincopados nacidos de las marchas a camello. Es en el folclore andalusí cuando esta tradición entra en contacto con la música cristiana y, en ese tiempo, las primeras versificaciones de la lengua castellana están preñadas de música árabe. También en ese momento aparecen los palos flamencos, gestados en contacto con árabes y judíos andaluces, moriscos y esclavos negros. «Y permanecerán dormidos en los márgenes de la sociedad durante siglos», cuenta Auserón, que a lo largo de su relato amplía el objeto de estudio musical casi a un asunto lingüístico e histórico.

Porque es necesario contar cómo los judíos son ministros de la hacienda de Al-Andalus debido a la prohibición coránica de ejercer la usura, y cómo los reinos árabes de Córdoba o Granada prefieren a las esclavas de origen gallego, vasco o franco, a las que enseñan a leer y así se va produciendo la mezcla de lenguas, ritmos y compases en el nacimiento de «una nueva estética poderosa». «Las primeras letras de la literatura hispánica, las jarchas, están preñadas de esa fuerza, como también lo estarán los juglares cristianos medievales o las cantigas de amigo de la tradición galaica», enumera el autor en este volumen. A pesar de la prolijidad del estudio, el propio Auserón admite que hay inevitables vacíos complicados de explicar a la vista de las escasas pruebas documentales que llegan a nuestros días, a lo que responde con imaginación: «Cuando en el verso escrito es difícil de explicar una métrica, suele ser porque detrás hay canción. Estamos ante la huella de la práctica musical».

El escritor es consciente de los blancos, los vacíos y silencios que podrían debilitar su armazón teórico, pero los suple con una enorme capacidad de seducción y unas dosis de magia. «Hay que prestar oído», pide ante el rastro de la tradición oral. El estudio de la negritud sigue por las décadas que comprenden el Siglo de Oro y se sube también a los barcos de esclavos, donde suena el tango africano, uno de los ritmos que después da origen a muchas de las músicas modernas. Mezclado con la milonga, da origen al tango porteño como lo reconocemos hoy mismo. A España llegaría convertido en habanera; a Nueva Orleáns, mutado en música criolla, la vieja pariente del jazz. El vasco Sebastián de Iradier, en contacto con las formas cubanas, compone «La Paloma» recreándose en esos ritmos, y Bizet incluirá en 1875 una habanera de Iradier, «El arreglito» en su famosísima «Carmen». «Todo este proceso no acontece en los salones burgueses, sino como consecuencia de lo que ocurre a lo largo de muchos años de bailes cubanos, en tarimas de teatrillos y tabernas españolas o argentinas, y burdeles situados en Nueva Orleans.

«Finalmente, estas formas debieron de parecerles buenas a los gitanos, sobre todo en Andalucía y Madrid», afirma Santiago Auserón. También se detiene en las coplas y la rumba, que él define como «un género sin restricciones». Éste es un género viajero, de ida y vuelta. «La rumba es en sí misma un rumbo que proviene de una raíz oculta de ramificaciones muy extensas. Mi lengua se extiende desde hace siglos con los tambores, participo de un cruce seminal entre ritmo y compás. Que ningún roquero, jazzero o flamenco se prive de apuntarse a la rumba del porvenir», afirma convertido en su álter ego, Juan Perro. «La métrica y, verso hispánicos conviven sobre el tejido rítmico negro», dice el cantante cuando casi no nos queda aliento. «Y todos esos patrones rítmicos duran mucho más que un imperio». Bajo la tesis del ensayo, en este volumen late en realidad una especie de réplica a una reticencia a reconocer esta herencia debido a los «reinos de taifas que son las cátedras en España». «Una parte de nuestra tradición musical fue acallada», afirma el autor, que apunta que «solamente fue reconocida al volver transformada de América». El cantante de Radio Futura trata de llenar ese vacío, el de aprender canciones del blues «en un idioma que no entendíamos», obviando la propia y subterránea tradición. Será que, como él mismo afirma, «un país perdido sólo revive en canciones».

Al ritmo literario de Cervantes y Quevedo

Algunos de los capítulos más provocadores e inteligentes del libro versan sobre el Siglo de Oro y la impronta de la oralidad, los bailes y las tabernas en los mejores escritores que han dado las letras en castellano. Los autores cultos, como recuerda el autor, también prueban con géneros menores, populares, creando un género dramático como es el «baile» o ensayando canciones sueltas como manera de acercar el verso al gran público. Auserón califica a Quevedo, Cervantes o Lope de Vega de «personajes rítmicos». «El florecimiento poético del Siglo de Oro expresa una compleja trabazón del espíritu de la sonoridad y no la emergencia de la identidad española hacia la luz», dice Auserón. «Quevedo lamentó el surgimiento de danzas lascivas, pero las incluyó en su repertorio», asegura. Lope de Vega hace intervenir a a negros y mulatos en una quincena de comedias, y oscila entre la alusión a estas modas y su reprobación. Cervantes y Góngora mostraron una actitud más tolerante, dispuesta a asumir el atractivo musical de los bailes populares. «La enorme presencia de la oralidad es un aspecto esencial de la literatura del Siglo de Oro poco tenido en cuenta», concluye.