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¿Un Papa llamado Mercurio?

El pontífice se cambió el nombre por Juan II, rectificación inaudita hasta entonces en la iglesia y que se ha mantenido
La Razón
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Todo el mundo conoce hoy la tradición eclesiástica mediante la cual los sucesores de Pedro cambian su nombre por el que desean adoptar durante su pontificado. El cardenal decano pregunta así siempre, tras el cónclave, cómo quiere ser llamado cada uno: «¿Quomodo vis vocari?». Este hecho genera una enorme expectación entre los fieles y es habitual que el Papa electo explique sus razones. Por ejemplo, Juan Pablo I quiso honrar a sus dos antecesores Juan XXIII y Pablo VI, quienes le habían nombrado cardenal y obispo respectivamente, y fue así el primero en emplear un nombre compuesto. Pero no siempre ha existido esta tradición en el seno de la Iglesia, sino que arranca precisamente tras la elección de nuestro protagonista: Juan II (470-535), cuyo pontificado se redujo a tan solo dos años, del 533 al 535. Hasta entonces los Papas, salvo una sola excepción que veremos más adelante, se habían limitado a utilizar su nombre de pila seguido del numeral correspondiente. ¿Qué indujo entonces a este Papa a cambiar de nombre en el primer tercio del siglo sexto? Aunque su intención oculta pudiese ser la de honrar en última instancia a su antecesor Juan I, lo cierto es que la modificación se produjo en su caso concreto por motivos de mayor enjundia aún.
Demasiado pagano
Advirtamos así que sus padres le llamaron Mercurius al nacer. Un nombre, la verdad, demasiado pagano para todo un sacerdote de Cristo. No en vano, Mercurio es el dios romano de los comerciantes y las mercancías, hijo de Júpiter, dios de la guerra. Su propio significado o interpretación mitológica lo hacía incluso menos apropiado para un clérigo. Comprenderá el lector que hubiese resultado un tanto extraño aludir a un Papa con el nombre de Mercurio I. Pues eso mismo es lo que debió pensar él también. Antes de ser elegido, permaneció un tiempo en la Iglesia de San Clemente, en el Monte Coelius, donde hoy se conservan documentos históricos que se refieren a él como «Johannes II, apellidado Mercurius».
Hagamos constar que desde Juan II hubo aun así algún Papa que no cambió de nombre, aunque la costumbre llegó a convertirse finalmente en una respetada tradición que, como decimos, se remonta hasta hoy mismo. Si repasamos la extensa relación de pontífices, comprobamos que algunos nombres se repiten de modo recurrente. Sin contar a los antiPapas, Juan aparece veintitrés veces a lo largo de la historia, Gregorio, dieciséis, igual que Benedicto, Clemente aparece catorce, Inocencio y León, trece, y Pío hasta 12 veces. Pero también hay otros nombres que no han gozado de tanta popularidad, como Zósimo, Zacarías y Ceferino. Pese a que en casi todos los documentos históricos se reconozca a Juan II como el primer Papa que cambió de nombre, no resulta exacto afirmar eso si nos atenemos a los mismos Evangelios. ¿Acaso no fue el propio Jesucristo quien le dijo a Simón Bar-Jonah: «A partir de ahora tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»? He aquí, pues, el primer cambio de nombre en la Historia de los Papas. De esta forma, aunque por motivos totalmente distintos, Juan II siguió la misma pauta que el primer Papa de la historia cuyo nombre, curiosamente, no ha sido repetido luego por ningún otro pontífice. Nadie pretendió así equipararse, ni siquiera en la forma de llamarse, a San Pedro, el primer Papa. A Juan II le tocó hacer frente a otro de los grandes males que asolaron la Iglesia: la simonía. El término alude al grave pecado de comprar y vender títulos eclesiásticos y recibe su nombre del líder samaritano Simón El Mago, coetáneo de Cristo, el primero que propuso tan indigno negocio.
Escándalo preocupante
Tras la muerte del Papa Bonifacio II, afloró la simonía a la hora de influir en la elección del nuevo pontífice. El escándalo alcanzó tan grandes y preocupantes proporciones, que se denunció ante el Senado Romano, prohibiéndose por decreto la compra y venta de títulos eclesiásticos con tal fin. Se trató posiblemente del último decreto del Senado, que databa de los tiempos de Diocleciano y desapareció justo en el año 532 en que Bonifacio II rindió su alma ante el Altísimo. Juan II pidió a Atalarico, rey de los ostrogodos, que reconociese la validez del decreto romano y aunque el monarca lo hizo, no dudó en reservarse el derecho de ratificar la elección papal. En el año 535 estalló la guerra de Justiniano contra los ostrogodos, pero Juan II falleció el día 8 de mayo del mismo año y no llegó a conocer la victoria de Bizancio. Avatares del destino.
Mano dura
No hay duda de que Juan II trató por todos los medios de poner orden en el seno de la Iglesia Católica. Por un lado, tuvo que enfrentarse al resurgimiento de la fórmula del Papa Hormisdas (450-523), según la cual «uno de la Trinidad ha sido crucificado» y pretendía reconciliar a varias sectas heréticas tras el cisma acaciano del año 481. Pero Hormisdas la rechazó por ambigua en el año 519. Pese a ello, el emperador Justiniano defendió de nuevo la fórmula suscitando la controversia, lo cual obligó a Juan II a reiterar su condena. Paralelamente, del Obispado de Riez, en la Provenza, se propalaron historias sobre la corrupción del obispo Contumeliosus, a quien se acusaba de adulterio, entre otros graves pecados. Con mano dura Juan II lo depuso en el acto y, con la participación del obispo de Arles, le confinó en un monasterio para cumplir su debida penitencia.

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