Los samuráis que terminaron la II Guerra Mundial 30 años después de su final
Son muchos los ejemplos de aislamientos que se han vivido a lo largo de la historia. Especialmente curiosos son los casos de los japoneses que, con el conflicto finalizado, huyeron de sus poblaciones
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El 18 de diciembre de 1974, soldados indonesios capturaron a Teruo Nakamura, soldado japonés que vivió escondido en la isla de Morotai durante 30 años, desde que los norteamericanos aniquilaron a la guarnición en octubre de 1944. Nakamura fue el último de los «rezagados» japoneses en «deponer las armas» desde que Japón capitulara el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado Missouri, en la bahía de Tokio. No fue el único caso de soldado japonés que, por encima de toda lógica, se negó a entregarse y se mantuvo en armas durante décadas: hubo decenas de oficiales y soldados que permanecieron escondidos en cuevas, viviendo de lo que ofrecía el terreno, pese al esfuerzo realizado por encontrarles y convencerles de que la guerra había concluido... Paulatinamente fueron pereciendo y solo unos pocos, tras años de aislamiento, regresaron a su país.
Para tratar de comprender su resistencia deben tenerse en cuenta varios factores: la extensión de las posiciones japonesas en el Océano Pacífico; la dispersión de sus guarniciones por centenares de islas y millares de kilómetros; la naturaleza selvática de muchas de ellas y su escasa población, lo que permitió su ocultación y soledad; su paulatino aislamiento conforme se produjo el avance norteamericano, así como el adiestramiento militar, sus armas y su entrenamiento para la supervivencia, pues muchos de ellos ya vivían del terreno e incomunicados desde mucho antes del final de la contienda. Y, claro, el Bushido, el orgulloso código moral que regía la conducta de la oficialidad japonesa, que en parte la transmitió a sus soldados, una de cuyas reglas era que el honor residía en la victoria o en la muerte en combate, mientras que la rendición era personal y familiarmente deshonrosa.
Tras su espectacular entrada en guerra, arrasando la base norteamericana de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, Japón avanzó vertiginosamente hacia sus grandes objetivos en la contienda: la prosperidad (las materias primas) y la seguridad (las bases que debían garantizar su dominio sobre un imperio marítimo de 7,5 millones de kilómetros cuadrados). Sus problemas comenzaron cuando la destrucción de Pearl Harbor se demostró más aparente que real, cuando su gran flota de portaaviones fue aniquilada en Midway (6 de junio de 1942) y cuando Estados Unidos comenzó a poner en servicio buques y aviones cada vez más numerosos y mejores, batiendo a Japón en el pulso de Guadalcanal, tras seis meses de combates, en la segunda mitad de 1942.
Perdida la iniciativa, Japón organizó un inmenso cinturón defensivo con el objetivo de mantener la metrópoli segura y alejada de la guerra y ensangrentar tanto el avance estadounidense que Washington juzgara preferible alcanzar una paz negociada. El cinturón defensivo japonés exigió un formidable esfuerzo que Tokio pudo mantener poco tiempo, sobre todo porque la progresiva superioridad aeronaval estadounidense fue doblegando sus bastiones estratégicos acercando el peligro a la metrópoli y condenando a decenas de guarniciones esparcidas por el Pacífico a la inoperancia y a la desesperación por falta de medios de transporte y combate, de alimentos, de ropa, de atención médica y de información. Tras su victoria, uno de los problemas que tuvo que afrontar EE UU fue la repatriación de las tropas japonesas diseminadas por Asia y Oceanía. Para evitar problemas se utilizaron los servicios de los príncipes imperiales Takeda, Asaka y Kanin, que se trasladaron con las órdenes de rendición a sus cuarteles generales de China, Corea, Indochina, Malasia y Singapur. Para las restantes tropas bastaron copias de la capitulación y las órdenes de desmovilización llevadas por oficiales del Estado Mayor japonés. De esta forma, el general Douglas MacArthur pudo presumir el 15 de octubre de 1945 de que su perfecta organización había desarmado a siete millones de soldados sin disparar un tiro y de estar organizando las repatriación de más de tres millones. Sin embargo, hubo pequeños destacamentos que tardaron meses en conocer o aceptar la rendición, suponiendo que se trataba de un truco del enemigo para terminar con ellos.
El irreductible teniente Onoda
La aviación estadounidense lanzó millones de octavillas sobre las zonas donde se suponía la existencia de soldados japoneses, comunicándoles el final de las hostilidades y, paulatinamente, fueron entregando las armas hasta que el problema se dio por finalizado, aunque de tarde en tarde, gentes de aldeas perdidas en la selva aseguraban haber visto a algún superviviente, denunciaban algún robo y, en varios casos, policías locales informaban de tiroteos con fugitivos japoneses o, peor, de haber sufrido emboscadas y bajas en choques con ellos, como ocurrió en la filipina isla de Lubang, a 150 kilómetros al oeste de Manila, donde el teniente Hiroo Onoda, se mantuvo en armas hasta finales de 1974. Onoda, del Servicio de Información Militar, había sido enviado a Lubang para reforzar la guarnición y organizar operaciones de sabotaje cuando se produjera el desembarco norteamericano. A comienzos de 1945, la guarnición japonesa fue aniquilada, salvo a Onoda, un cabo y dos soldados que se refugiaron en lo más abrupto de la isla, de 125 kilómetros cuadrados y un millar de habitantes, mayoritariamente pescadores.
Onoda y sus soldados vieron las octavillas, pero las tomaron por propaganda enemiga. Meses después encontraron otras nuevas con la orden del general Yamasita de bajar de las montañas porque la guerra había terminado y, con ella, su misión. Nuevamente rechazaron el mensaje, salvo uno de los soldados que se las arregló para «perderse» y entregarse en 1950. Sus declaraciones activaron la presencia policial y la persecución de Onoda y sus hombres, capaces y conocedores de la selva que mataron a varios policías aunque perdiendo al cabo. Los dos últimos siguieron escondidos, sobreviviendo de lo que les proporcionaba la naturaleza: plátanos, cocos, algo de caza y el arroz que robaban a los campesinos; pasaron hambre y necesidades múltiples, pero, increíblemente, no enfermaron y conservaron sus dentaduras. En su larguísima guerra solitaria, Onoda, fiel a las órdenes recibidas, no perdía la ocasión de dañar instalaciones y propiedades locales; en 1972, mientras quemaban una partida de arroz, fueron sorprendidos por la policía y en el tiroteo cayeron varios agentes y el último compañero del teniente. Dos años después, en febrero de 1974, Onoda observó desde su escondrijo a un personaje inusitado: ni pescador, ni agricultor, ni policía, era un japonés, un aventurero que conocía su existencia y le buscaba aunque oficialmente se le creía muerto. Así se enteró de que estaba luchando en una guerra que había terminado 29 años antes, pero, empecinado, le dijo al viajero que sólo se rendiría ante un superior. En Tokio localizaron al mayor Taniguchi, uno de sus antiguos jefes, y lo enviaron a Lubang, donde Onoda se entregó el 9 de marzo de 1974, tras haber solucionado con el Gobierno del Presidente Ferdinand Marcos el delicado asunto de los 30 policías y paisanos muertos desde 1945. Onoda regresó a Japón con 52 años, delgado, curtido por mil intemperies y en excelente forma. Su explicación fue que no podía creer la de rrota del Japón y, por tanto, las octavillas solo podían ser propaganda enemiga y aunque muchas veces se sintió desanimado y tentado a entregarse, reaccionó de acuerdo al Bushido: «Era un oficial y recibí una orden, hubiera sido deshonroso desobedecerla».
Disfrutó aún de larga vida: escribió su extraordinaria aventura («No me rindo. Mis treinta años de guerra»), formó una familia, emigró a Brasil y fundó una obra dedicada a la educación de la juventud en los valores tradicionales. Onoda falleció a los 92 años, en 2014, y fue el último «rezagado» japonés, pero no el último soldado imperial encontrado, puesto que ocupa Teruo Nakamura, un voluntario originario de Formosa, que se entregó diez meses después.