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Andy Warhol

Warhol: ni asexual, ni un «cabeza hueca»

El artista se construyó como un personaje, y, sin él, probablemente no habríamos prestado tanta atención a su obra. Justo 33 años después de su muerte, una gran retrospectiva de la Tate Modern y una nueva e imponente biografía de 900 páginas convergen para resituar al genio estadounidense en primera línea de la actualidad

La excéntrica y única figura de Andy Warhol continúa vigente y en expansión
La excéntrica y única figura de Andy Warhol continúa vigente y en expansiónlarazon

Lejos de desvanecerse, el mito de Andy Warhol continúa vigente y en continua expansión. Treinta y tres años después de su fallecimiento, una gran retrospectiva –organizada por la Tate Modern– y una nueva e imponente biografía de 900 páginas convergen para resituar al artista estadounidense en primera línea de la actualidad. A finales de este mes –coronavirus mediante–, la traducción en castellano de «Warhol: A Life as Art», del crítico Blake Gopnik, llegará a nuestras librerías. O a internet. En este volumen, el frontispicio de glamour y popularidad que interpuso Warhol entre su vida y el público es atravesado para entregarnos a la persona detrás del personaje, al artista que palpitaba tras la estrella. Porque, en realidad, de eso se trata cuando una investigación rigurosa como ésta decide hurgar más allá de los lugares comunes sobre los que se ha cimentado el «souvenir Warhol»: de valorar hasta qué punto existe una correspondencia entre la persona y el personaje, y, en este arduo proceso, determinar cuántos de los rasgos del «Warhol público» poseen un fundamento de verdad.

Incidamos en esto: Warhol se construyó, a lo largo de su vida, como un personaje, y, ya lo reconoce Gopnik, sin este personaje probablemente no habríamos prestado tanta atención a su obra. Es más, quizá sea la mayor creación artística de Warhol, de la misma manera que el «personaje Dalí» fue el mayor logro del genio catalán. Ambos artistas se encuentran íntimamente emparejados para la historia por este hecho: cada mínimo detalle de su imagen pública estaba construido hasta en su escala celular. Tras erigirse en una estrella del arte pop a principios de los 60, este diseñador reconvertido estratégicamente en artista ideó un «look» tan característico que le identifica en un primer golpe de vista: gafas de sol oscuras, pelo plateado, cazadora de piel y –en palabras de Gopnik– ese aspecto de «genio de los tontos 60». En realidad, esta fama de «cabeza hueca» que siempre ha tenido Warhol es una de las leyendas que Gopnik trata de desmontar.

Es posible que Warhol tuviera un carácter vampírico que le hacía succionar y apropiarse de toda aquella sangre fresca que detectaba a su alrededor, pero también lo es que toda la información que recababa no caía en saco roto. Como ha demostrado Gopnik, Warhol era un perfecto conocedor de las vanguardias artísticas de cada momento. Cuando llegó a Nueva York desde Pittsburgh, estaba al tanto de la revolución musical de John Cage; en su colección privada, había piezas de Joseph Kosuth, Richard Serra, Keith Sonnier o Chris Burden. Pero no todo acaba ahí: contra el mito de que The Factory –el archiconocido estudio situado en el 231 de la calle 47– recibía este nombre para reflejar la fabricación en cadena e impersonal de los diferentes trabajos que allí se producían, Gopnik ha puesto de manifiesto cómo Warhol solía trabajar con pocos ayudantes y de una manera muy artesanal, metiendo literalmente los dedos en cada obra realizada.

Leyendas del mito

Otro de los mitos que han adornado el «personaje Warhol» es el de su supuesta asexualidad. Acerca de ello, Gopnik plantea lo que pensarían muchos de sus novios –entre los que se incluyen prominentes figuras como Charles Lisanby, John Giorno y Billy Name– si se les preguntase por ella. En 1968, la relación que comenzó con Jed Johnson –quien más tarde se convertiría en uno de los grandes decoradores de Nueva York– duró doce años, durante los cuales ambos llegaron a compartir casa y cama. Los pocos amantes que todavía viven hablan sobre «sus ansiosas aunque torpes maniobras» en el lecho. Recuerda, incluso, su antiguo asistente, Vito Giallo, cómo llegó a recibir «lecciones de sexo» de una pareja heterosexual. Como informa Gopnik, tras el disparo que, en 1968, recibió de Valerie Solanas, Warhol no perdió el interés por el erotismo. Desde ese momento, encontró su mayor placer en observar y fotografiar a hermosos hombres en pleno coito.

Lo que se deriva de esta somera exposición de hechos es que la supuesta asexualidad de Warhol no posee ninguna confirmación en la realidad. Warhol no solo era consciente de su homosexualidad, sino que, además, disfrutaba de ella sin ningún tipo de recato o limitación. De igual manera que Dalí –otra vez Dalí– jugó durante toda su vida a exprimir el mito de su impotencia, Warhol dotó a su personaje con la capacidad suficiente para cuestionar las fronteras del género mediante la construcción de una imagen sexualmente ambigua. Ahora bien, lo sorprendente de dicha imagen es que contradecía por completo la temática de las películas rodadas en The Factory, así como el ambiente orgiástico que impregnaba habitualmente su estudio.

La desnudez, el sexo explícito, las drogas, las relaciones gays y los personajes transgénero aparecían en la mayoría de los filmes realizados en The Factory. En este espacio, se promulgó el amor libre –tan propio de la segunda mitad de los 60–, se celebraron bodas entre drag-queens e, incluso, espectáculos porno. Las orgías, desarrolladas bajo el influjo de todo tipo de estupefacientes, llegaron a ser igualmente parte de la identidad de este ecosistema de exceso en el que los tabúes solo estaban para ser transgredidos.

Es evidente que la aparente asexualidad del «personaje Warhol» resultaba más estética que vital. Durante la década de los 60 y de los 70, artistas como Pierre Molinier, Jurgen Klauke o Katharina Sieverding, y cantantes como David Bowie e Iggy Pop definieron una particular y extravagante iconografía de la androginia que llegó a convertirse en un potente y eficaz instrumento creativo y comercial. La estética que Warhol adoptó para su imagen pública sirvió de contrapeso para un entorno experiencial privado, caracterizado precisamente por todo lo contrario: la inmoderación y la sexualidad explícita. Si a través de su obra, el artista norteamericano asumió la obscenidad como la marca de la casa, su personaje optó descaradamente por lo contrario: el misterio, las realidades veladas. Al fin y al cabo, lo obsceno y lo oculto conforman las dos caras de la misma moneda: la del mito.

La revolución de una lata

El «personaje Warhol» es la consecuencia de una de las series más emblemáticas e influyentes del arte del siglo XX: la de los treinta y dos lienzos que, en 1962, se expusieron en la galería Ferus, y que representaban las diferentes variedades de una conocida marca de sopa: la Campbell. Aunque cualquier afirmación taxativa siempre es problemática, se puede afirmar que, con esta representación de un conocido elemento de la sociedad de consumo, nació el arte pop. Mucho se ha escrito sobre el origen y la motivación que pudo llevar a Warhol a abandonar las tiras cómicas que por entonces realizaba y lanzarse a la provocadora reproducción de un artículo artísticamente irrelevante. Una de las teorías que circulan al respecto es que Muriel Latow –decoradora y propietaria por aquel entonces de una galería de arte en el Upper East Side– le aconsejó a Warhol pintar algo que viera todos los días y que cualquier persona pudiera reconocer. Sin embargo, en una entrevista concedida en 1985 para la revista «The Face», Warhol se alejó de esta primera versión y confesó que, tras la chispa que prendió la llama de la sopa Campbell, se encontraba su propia madre. Ésta solía hacer pequeñas flores de hojalata, las cuales vendía para apoyarle económicamente. Su madre siempre tenía montones de latas a su alrededor, de ahí que, cuando se enfrentó a la necesidad de introducir la realidad de todos los días en su arte, este objeto apareciese como el más apropiado.

La biografía de Warhol es así: abarca desde lo transgresor e inasumible por parte de la sociedad de su tiempo hasta lo más trivial y familiar. En medio de este espectro abierto entre tan alejados extremos, cabe prácticamente todo. Un «todo» que Gopnik ha abarcado en 900 páginas que no dejarán indiferentes a nadie y que cercan todavía más el poliédrico universo construido por Warhol. La cualidad que, quizá, más sobresale de este exhaustivo volumen es que, desde la primera hasta la última página, el propósito del autor no es otro que desmontar mitos. Y lo más curioso de todo es que, conforme unos mitos se deshacen, otros se modelan con idéntica o mayor envergadura. Warhol es inagotable, porque toda mentira que es refutada por una verdad da lugar a otra nueva mentira más imponente todavía.