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Margot Völk: la mujer que se jugaba la vida probando la comida de Hitler

Durante casi dos años y tres veces al día ingería, junto con otro grupo de 14 muchachas, los alimentos destinados a la mesa del Führer, al que jamás vio en persona
Eva Braun's picture Album/HOAP

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La vida de Margot Völk, una muchacha alemana, no fue precisamente fácil. Todo lo contrario. A veces, en la oscuridad de una habitación se preguntaba qué había hecho para tener que padecer tanto sufrimiento. Para haber sido elegida como una de las 15 mujeres marcadas para una misión que la revolvía en lo más profundo, pero que sabía que, en el fondo, no podía rechazar. ¿Quién era ella para enfrentarse al mismísimo Führer o a sus hombres de confianza?
Empecemos por el principio. Decíamos que había nacido en Alemania, en una localidad berlinesa. Era una joven que tenía aspiraciones, que cursó estudios de secretaria y se negó a formar parte de la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, pero a la que la guerra le truncó los sueños y se los partió en dos como un hacha contra un tronco seco de madera. Völk tenía un novio con el que se había casado, marido pues al que enviaron al frente. A ella, la casa se le caía literalmente encima en Berlín, después de los bombardeos de 1941, además, no guardaba las mejores condiciones para vivir, anegada de agua y llena de escombros, y decidió poner rumbo a la vivienda de sus suegros. Allí, pensó, estaría protegida. Allí tendría con quien hablar. Allí, tejió como si fuera la lechera del cuento, podría empezar una nueva vida, pues sin noticias de su esposo, daba por hecho que había muerto en el frente. En Gross-Partsch se quedó con sus padres en una casa con un gran jardín a tres kilómetros apenas de distancia de la conocida como Guarida del Lobo, el primer cuartel militar del Frente Oriental de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial.
Pasta y frutas exóticas
Las huestes del Führer no tardaron en personarse en el pueblo y reclutar a un grupo de 15 mujeres que tendrían una misión clave: probara cada día la comida de Adolf Hitler ante la posibilidad de que estuviera envenenada. Un día tras otro, el mismo ritual. Las recogían por la mañana. Ingerían los alimentos sobre las doce y tenía que esperar una hora para ver si alguna de ellas caía desplomada por el veneno. Ella jamás contó que había sido catadora. Nunca dijo que probaba los alimentos vegetarianos cocinados para el Führer. Arroz, verduras, vegetales, frutas exóticas. Nada de carne, pues el líder nazi comentó en alguna ocasión que le marcó la visita a un matadero y el sonido de sus botas chapoteando entre la sangre. Qué ironía. Y decidió no probar la carne.
Völk, a los 95 años, optó por la liberación y escupió ese secreto en una entrevista en la que recordó cómo fueron los peores años de su existencia. Fue entonces cuando sacó a la luz cómo se desarrollaban las jornadas. “La comida era bastante buena, pero no podíamos disfrutarla. Nos limitábamos a la rutina de cada día. Ingerir y esperar para ver si alguna de nosotras moría”, desveló. “Me sentía como un conejo de laboratorio, pero si algo se aprendía en la Alemania nazi era que con las SS no se discutía. Entre las once y las doce de la mañana teníamos que probar la comida, y solo después de que todas lo hacíamos, la SS la llevaba a los cuarteles”, declaraba. Recordaba cómo era aquel momento. El acto de meterte la comida en la boca y aguardar unos sesenta minutos, la ruleta rusa un día y otro y otro. Así durante casi dos años. Ninguna de las otras jóvenes falleció por ingerir alimentos envenenados, aunque todas ellas murieron. Sabían demasiado como para que camparan libremente era necesario cerrarlas la boca de golpe. A todas menos a una.
Jamás vio en persona a Hitler. Nunca. Aunque sí al perro que él adoraba. "A menudo jugaba en el área abierta frente al local donde estábamos nosotras”. De ese grupo de elegidas para una misión que iba contra sus principios, ella fue la única que sobrevivió. La suerte y la ayuda de un soldado alemán que se apiadó de ella le dieron la carta de libertad tras el fin de La Segunda Guerra Mundial.
Lo que ignoraba es que esa liberación en un tren al que subió con ansias de nueva vida se convertiría en un verdadero calvario al ser apresada por soldados rusos que la convirtieron en un guiñapo humano, cuya única misión era satisfacer los más bajos instintos de la tropa. Tan es así que los desgarros ocasionados por las violaciones diarias le impidieron tener hijos. Dos semanas víctima de atroces abusos sexuales. Sin embargo, a Margot la vida te tenía reservada una sorpresa. Un final feliz. Su marido no había fallecido durante la guerra y se pudo encontrar con él en 1946. Trató de olvidar el espanto que vivió como catadora y el horror de haber sido un juguete sexual en manos de los soldados rusos. Y consiguió ser feliz. Al final de su vida, a los 95 años, reveló que ella fue una de las 15 mujeres que había servido como conejillo de indias. Una de las 15 que sirvieron al régimen nazi. La única que consiguió salir con vida. Jamás volvió a comer de la misma manera. Su manera de enfrentarse a un plato de comida resultaba traumática. Le costó tiempo acostumbrarse al ritual de comer y no considerarlo como un hecho a vida o muerte. Diariamente durante casi dos años y tres veces al día estuvo a punto de morir.

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