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El ángel enclaustrado

La película de Buñuel «El ángel exterminador» refleja los tiempos de encierro tanto físico como mental, una jaula de la que no se sabe si se quiere salir. Pero no es la única película que aborda el tema

Buñuel rodó «El ángel exterminador» en México en 1962. Silvia Pinal era una de las protagonistas de este angustioso filme
Buñuel rodó «El ángel exterminador» en México en 1962. Silvia Pinal era una de las protagonistas de este angustioso filmeLa RazónLa Razón

Cuando solo era un proyecto, «El ángel exterminador» (1962) se titulaba «Los náufragos de la calle Providencia». ¡Qué hermoso título! ¡Y qué poéticamente visionario! Es difícil no sentirse así, como un Robinson Crusoe en su isla de cuatro paredes, mecido por los caprichos del azar vírico, en un confinamiento que se hace eterno. Ahora, la historia de ese grupo de burgueses que no puede salir de un apartamento, como hechizados por una maldición siniestra, se carga de significado cuando la pensamos en relación a esta devastadora pandemia.

Porque, Buñuel lo tenía claro, «El ángel exterminador» era una película sobre los dolorosos pulsos que mantenemos con la libertad. «La libertad es un fantasma», decía el cineasta aragonés. «Es un fantasma de niebla. El hombre lo persigue, cree atraparlo, y solo le queda un poco de niebla en las manos». Ahora solo nos queda esa niebla: tal vez los burgueses de la película, que Buñuel soñaba con abocar al canibalismo en una versión perfeccionada de su relato confinado, no salen porque tienen miedo de salir; porque, en fin, se han dado cuenta de que nunca han sido libres y no van a saber qué hacer cuando estén fuera, en medio de la calle, con las farolas encendiéndose al anochecer.

La materia no existe si no es percibida. Bajo ese precepto, Samuel Beckett filmó uno de los manifiestos más perturbadores sobre lo que significa ser mirado, sobre nuestro ser-en-el-mundo, en el corto «Film». No hay más que recordar cómo Buster Keaton huía de la cámara, pegado a las paredes, confinándose a sí mismo como si supiera que en el preciso momento en que la cámara cazara su rostro iba a morir. Era el ser-afuera lo que le asustaba, lo que el cine podía sacar de su interior. El mismo año en que Beckett rodo «Film», 1965, una joven Catherine Deneuve se encerraba en su apartamento londinense presa de sus alucinaciones sexuales y agresivas, con un conejo pudriéndose en la cocina y un pasillo totalmente agrietado por manos hambrientas de poseerla.

Huyendo de los nazis

En «Repulsión» Polanski, el gran exégeta del confinamiento, empezó a enarbolar una poética de lo claustrofóbico que tenía que ver con su propia experiencia, de niño, huyendo de los nazis, escondiéndose en lugares inhóspitos para no ser descubierto. Es esa experiencia de supervivencia en el encierro la que se perpetuó en la distancia social que, enclaustrados, practican a duras penas los protagonistas de «Callejón sin salida» (1966), «La semilla del diablo (1968), «El quimérico inquilino» (1976), «Lunas de hiel» (1992), «La muerte y la doncella» (1994) y, por supuesto, «El pianista» (2002). No es extraño, pues, que Polanski, siendo presidente del jurado de Cannes 91, insistiera en darle la Palma de Oro a «Barton Fink», de los Coen, en la que los abismos de la creación se parecen a una antesala del infierno con el papel pintado despegándose de las paredes, con el sueño de una playa dándole la espalda al escritor protagonista. El exterior, un paraíso perdido.

Hablábamos de «El pianista». El pobre Wladislaw Szpilman quería hacerse invisible en el piso de prestado en el que escondía su condición judía, como el propio Polanski había hecho de niño escapando de los nazis campo polaco a través. ¿De qué se ocultaba Szpilman? De la Historia, ni más ni menos. De la Historia esperándole con la guadaña y la venda en los ojos, dispuesta a ejecutarle. ¿No es, acaso, de lo que tenemos miedo nosotros? ¿De que la Historia nos arrolle, implacable, como un río desbordado? Es curioso que, por ejemplo, el cine español haya sido tan proclive al confinamiento cuando hablamos de la traumática herida de la Guerra Civil.

Los protagonistas de «Mambrú se fue a la guerra» (1986) y «La trinchera infinita» (2019) viven con el fantasma de aquel conflicto en sus respectivos zulos. Todo contacto con el exterior será la descomposición de una mentira. El confinamiento es, también, político: cuando, en «El anacoreta» (1976), Fernando Fernán Gómez decidía quedarse a vivir en su cuarto de baño, cortando todo cordón umbilical con el ruido de fondo del exterior, su gesto, que llegaba después de la muerte de Franco, tenía mucho de acto de resistencia. España misma había vivido en el simulacro de una desescalada que duró décadas para aparentar que su diferencia para con el resto del mundo no era tan fiera como la pintaban.

Por eso «La cabina» (1972) de Antonio Mercero sigue siendo tan perturbadora como lo fue el día de su estreno televisivo. Ver a José Luis López Vázquez, ese hombre de negro, atrapado en la aparente modernidad de una cabina telefónica, mudo y desesperado mientras sus compatriotas le miran desde fuera con una curiosidad típicamente cotilla, sin intención de mover un dedo para resolver un absurdo aislamiento que iba a acabar con su vida, se traducía en la tragedia de una España impotente, que no podía ni entrar ni salir, completamente incomunicada.

Puro cine de terror

«La cabina» es puro cine de terror, como lo era «Enterrado» (2010), en la que Ryan Reynolds se despierta en un ataúd, con un móvil como única salvación. En el cine de género las posibilidades alegóricas del confinamiento son de lo más fructíferas. Del mismo modo que España las utilizó para hablar del franquismo, Estados Unidos las ha utilizado para hablar de la América de Trump. En películas como «The Purge: La noche de las bestias» (2013), «The Invitation» (2015) o «10, Cloverfield Lane» (2016), el encierro sirve para presentar a un país dominado por la cultura del miedo, convencido de que, ahí afuera, lo peor aún está por venir, y que el único lugar seguro es un bunker paranoico que hay que proteger con las armas bien cargadas.

En ese sentido, fue M. Night Shyamalan el que, a través de dos heterodoxas propuestas de cine fantástico, «El bosque» (2004) y «El incidente» (2008), nos avisó de que el exterior, fuera el reino del simulacro o del enemigo invisible, era el Mal. En la primera, toda una comunidad vive confinada y engañada en el siglo XIX, convencida de que los monstruos los devorarán si superan la línea de sombra de los árboles. En la segunda, el mundo tiende al suicidio colectivo porque el aire que respiramos se venga de nuestra falta de conciencia ecológica.

Ambas películas no pueden resultar más grotescas en su giro sorpresa, pero hay que admitir que, a la luz de la pandemia, Shyamalan estaba alertándonos con cierta visión de futuro de que, más allá de nuestra realidad y sus prisiones, era el afuera, aquello que ya nos era desconocido, nuestra personal habitación del pánico. En realidad, con esos dos filmes el director de «Señales» estaba filmando su propia versión de «El ángel exterminador». Los burgueses que retrata Buñuel también eran un grupo de náufragos buscando una salida, dándose de bruces con la realidad más cruda.

Después de descubrir que la repetición era la llave de su huida, que reproducir la ceremonia que los había paralizado los descongelaría en el tiempo y en el espacio, volvían a quedar atrapados en una iglesia, como si el ciclo sin fin del Apocalipsis les protegiera de la idea de poder regresar a un mundo que era el infierno de la libertad. ¿Qué hacer cuando seamos libres, cuando no nos digan lo que está prohibido? ¿Qué hacer como, en «It Follows» (2014), huyamos de lo invisible, de un amenazante fuera de campo que está en el encuadre?