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“Todo pasa en Tel Aviv”: ¿Se puede hacer humor con el conflicto palestino-israelí?

Sameh Zoabi apuesta de forma anómala e inteligente por la comedia para narrar la historia de un palestino que trabaja como ayudante en una telenovela de moda, cuyo verdadero sueño es escribir
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  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Para Sameh Zoabi el hecho de haber nacido en un país como Palestina, del que Europa conoce más el sonido de las bombas que la forma de amar de sus gentes, ha condicionado su mirada cinematográfica hasta tal punto que la disociación entre arte y política supone algo sencillamente imposible de llevar a cabo para él: “Cuando uno procede de un lugar como Palestina sabe que tiene una responsabilidad. No porque tú la elijas de forma voluntaria, sino porque eres consciente de que tu narrativa como palestino, no es “mainstream”, que la gente tiene un desconocimiento cultural muy preocupante sobre el tema y que debes hacer todo lo posible por crear un relato honesto”, señala con tono reivindicativo el cineasta. Desde el momento en el que la complejidad histórica y social del conflicto palestino-israelí es casi tan antigua como el origen de los afectos, casi tan dolorosa como la prematura muerte de un niño y tan estéril y agónica como un abrazo entre todas las guerras del mundo, cualquier trabajo que se sirva del humor como compañero indispensable para abordarlo, va a resultar cuanto menos, atractivo.
A esa vertiente cómica se agarra Zoabi en su última película, “Todo pasa en Tel Aviv”, cuyo título sintetiza a la perfección esa perspectiva pretendidamente coral que tanto defiende desde su posición de creador. La idea firme de que en Tel Aviv no existe una sola realidad, una perpetua desolación o un ambiente en permanente estado de cólera, sino que ocurren muchas cosas y no todas ellas tienen por qué ser malas. El autor de “Man Without a Cell Phone” (2010) lo interpreta de la siguiente manera: “Todas las imágenes que vemos de los palestinos en Europa o en el resto del mundo nos muestran como seres cabreados, radicales, conservadores, profundamente religiosos… Y eso en el fondo se debe a una visión muy occidentalizada de nuestro pueblo. Por eso uno como director tiene la responsabilidad de mostrar también el otro lado, ese al que pertenecen el 90% de los ciudadanos corrientes, normales, que se centran en vivir, comer, amar, disfrutar. Y no el residual que apenas llega al 10% formada por radicales y religiosos que tantos titulares genera. Mi película vive dentro del primer bloque”, indica.
En este segundo largometraje, que ha paseado su ironía y lucidez por lugares tan reconocidos como la Sección Oficial del Festival de Toronto, los Premios del Cine Europeo, la alfombra roja del Festival de Venecia o una precandidatura a los Oscar de este año, la ligereza, entendida como una manera elegante de ejercer una crítica, vertebra de forma predominante la trama. El perfil psicológico del protagonista, Salam, un ayudante de producción que forma parte del equipo de una telenovela palestina que suscita auténtica devoción entre el público llamada “Arde Tel Aviv” y que terminará convirtiéndose en guionista de la serie, supeditado, eso sí, a las órdenes de un militar isrelí que trabaja en la frontera por la que diariamente pasa para ir a trabajar, guarda, además, cierta similitud con el carácter del propio Zoabi.

Puro marketing

“En el fondo me veo muy reflejado en Salam en aspectos como la búsqueda de una voz propia y unas ideas políticas mediante su obra. Ese soy yo. Sin duda. Todavía estoy peleando por encontrar mi voz dentro de esas expectativas generadas hacia el conflicto Israel-Palestina. Hay que tener un punto de vista fuerte, mostrarse firme. Y créeme que es difícil cuando tienes tantos ojos encima esperando que lo que hagas esté dentro de lo que se espera. Salam y yo en ese sentido, somos la misma persona. Bueno en eso, y en que beso tan mal como él”, confiesa entre risas. La torpeza amatoria de Salam sin duda es otra de las licencias narrativas de las que el cineasta hace uso para perfilar esta encantadora historia metaficcionada en la que un formato tan adictivo como el de los culebrones coexiste con la propia película, mientras se suceden entrañables manejos de los sentimientos, rocambolescas situaciones o conflictos éticos por parte del protagonista al tener que escribir al dictado del enemigo.
Para este director procedente de Iksal, un pueblo palestino cerca de Nazaret, el triunfo que una cinta como “Todo pasa en Tel Aviv” pueda conseguir, forma parte de un juego, en ocasiones tramposo, de la propia industria: “La industria cinematográfica está estructurada de tal manera que nosotros, por ejemplo, como palestinos, al depender de las ayudas económicas europeas porque las propias son escasas o en muchas ocasiones inexistentes, nos vemos obligados a entrar en un juego político. Cannes, Venecia, Berlín, España… no van a apoyar tu película si no tiene un punto de vista político. Resulta mucho más vistoso y llamativo para una introducción inicial en un mercado al que no estamos tan acostumbrados”, señala Zoabi.
Este tipo de requisitos argumentales ventajosos, asegura que se ven en “cosas como por ejemplo “la primera mujer directora que hace una película en x país” o “el director palestino que hace comedias” (risas). Al final son titulares, puro marketing. Todos estamos metidos en esa rueda, en ese juego, porque no tenemos una industria potente que nos avale. En España no tenéis que hacer esto, porque afortunadamente tenéis salas de cine, teatros, plataformas como Netflix… es decir, una industria cultural que respalda la libertad de los creadores, con independencia de que pueda haber problemas a la hora de sacar algo adelante como en cualquier otro sitio, claro. Pero no estáis condicionados. Nosotros sin embargo tenemos que ser muy políticos, tenemos que proponer temas sociales, fuertes, con calado, para que nos hagan caso. Es una trampa”.
En el caso particular de “Todo pasa en Tel Aviv”, el palestino asegura que no pretendía hacer una comedia, sino reflejar una realidad y atravesarla con un latigazo de humor, un concepto sin el que no concibe la existencia: “No estoy muy seguro de que el humor pueda llegar a convertirse en un antídoto contra la barbarie pero creo que es un instinto humano básico. Lo generamos para aliviar nuestras tensiones, nuestra falta de control sobre las cosas. Es una manera efectiva de superar las tragedias. Es curioso, porque antes de que existiera la televisión, el cine o los videojuegos, la gente necesitaba entretenimiento. Sentarse alrededor de una mesa, disfrutar de la compañía de la persona que tenías al lado y bromear o hacer chistes de cualquier tipo era una forma de rebelarte contra el dolor de la propia vida. Es una necesidad. No podemos vivir sin el humor”.
Como realizador, afirma que procura ser honesto siempre con sus ideas, pero sobre todo con su manera de transmitirlas en las creaciones que lleva a cabo. “Aún así es muy difícil involucrarte por norma general en todos los proyectos que haces. Depende de la motivación inicial que tengas ¿no? Hay gente que hace películas solo para divertirse, para ganar dinero, para conseguir entretener, para realizarse… El estadounidense Sidney Lumet dice en un libro que me gusta mucho sobre la dirección algo así como “he hecho tantas películas en mi carrera. Algunas que me apasionaban y las escribí porque guardaban historias que merecían ser contadas, otras que hice solo por dinero y las que hice sin saber por qué las hacía. Lo importante es seguir trabajando y mejorar sobre la marcha, con el tiempo”. Si algo queda claro cuando uno termina de ver esta interesante propuesta de Zoabi, es que se encuentra ante una película que, en términos motivacionales, pertenece sin duda a la primera categoría de Sidney Lumet.