Oliver Sacks, el científico al que llamaban “escritor” como insulto
Han pasado cinco años desde que murió. representó como nadie las maneras compasivas y empáticas dirigidas al paciente neurológico en su práctica médica. Además, fue un gran divulgador. escribió libros que se convirtieron en verdaderos «best sellers», el más conocido, «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero»
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Una ópera de Michael Nyman, estrenada en 1986, inspirada en el libro «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero», sobre la llamada agnosia visual; miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras alrededor de veinte años y honrado como «Artista de la Universidad de Columbia»; premiado por usar la música como terapia de dolencias cerebrales desde la década de los sesenta; una película, que conmovió a millones de personas en todo el mundo, con Robin Williams y Robert De Niro en los papeles protagonistas, a partir de sus estudios de la encefalitis letárgica, que fue candidata a tres Óscar en 1990… Está claro que Oliver Saks (Londres, 1933-Nueva York, 2015), en su día profesor de Neurología Clínica en el Albert Einstein College de Nueva York, no fue un científico corriente ni mucho menos, sino uno de esa pasta creativa, musical y literaria que, por un lado, establece puentes con otras manifestaciones artísticas y, por el otro, se lanza a asuntos de interés universal pensados para un público amplio y heterogéneo.
Por supuesto, tal grandeza intelectual y polivalencia profesional le costaría un considerable número de detractores, y su carisma como profesor y autor –pese a reconocer él mismo tener la enfermedad de la timidez y mantenerse célibe– trascendería el campo científico. Wes Anderson, el director de la genial «Los Tenembaums» (2001), dijo basarse en Sacks para el personaje que interpreta Bill Murray, un famoso y excéntrico neurólogo. Pero fue la referida película de Penny Marshall la que catapultó a Sacks a la mayor popularidad. Muchos de sus colegas le tildaron de ser un médico «compasivo», haciendo de una aparente virtud humana un defecto para la práctica médica.
De eso en buena medida va «Despertares», de la relación cercana y dependiente, confiable y suave, entre el facultativo y el enfermo catatónico al que anhela sanar, basado en el libro de Sacks «Awakenings» (1973). En su caso, aplicando el fármaco L-dopa, habitual para tratar el Párkinson, en pacientes que fugazmente mejoraban pero que, a fin de cuentas, necesitaban más el amor y la atención terapéutica, a la hora de acariciar una vida digna, que una simple medicina. De este modo, la obra, original de 1973, hablaba de cómo en un hospital de Nueva York, diversos pacientes que sobrevivieron a la epidemia de encefalitis letárgica, que mató a millones de personas durante los años veinte, «despiertan» gracias a Sacks y a un medicamento nuevo.
De la historia clínica a la historia, a secas
Este y otros libros de Oliver Sacks están al alcance en español por medio de la editorial Anagrama, como «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero», de 1985, en que se cuentan veinte historiales médicos de pacientes con enfermedades neurológicas que, pese a sus incapacidades perceptivas, tienen increíbles talentos artísticos que cabe potenciar y alentar. O «Veo una voz. Viaje al mundo de los sordos» (1989), en el que el autor se adentra en una vieja comunidad de Massachusetts (el este de Estados Unidos), en la que existía una especie de sordera hereditaria, para estudiar la riqueza y belleza del lenguaje de señas, que sirve para el pensamiento complejo. O «Un antropólogo en Marte» (1995): como él mismo dijo, «siete relatos paradójicos» bien curiosos que nos traía la peripecia de un pintor que deja de ver los colores tras un accidente de coche, o la de un cirujano aquejado de convulsiones que remiten en la sala de operaciones o pilotando una avioneta, etc.
Muchas de estas páginas habían tenido un primer boceto por mediación de los artículos que había publicado, a partir de 1970, para reconocidos medios de masas como «The New Yorker» y «The New York Review of Books», y otras revistas especializadas de su sector profesional, en que hablaba sobre su experiencia con pacientes neurológicos. De hecho, se considera que su trabajo fue el más difundido por más medios de comunicación que el de cualquier otro autor médico contemporáneo. Fue, pues, un maestro a la hora de adaptar la complejidad de sus estudios clínicos a la retahíla de anécdotas extraídas de su día a día en hospitales, de los que sacaba casos que luego detallaba con profusión, al hilo de lo que había hecho el, en sus historias clínicas, el neuropsicólogo ruso Aleksandr Lúriya (1902-1977), uno de los fundadores de la neurociencia cognitiva como parte de la neuropsicología, a la cual llegó tras estudiar los casos de heridas cerebrales de individuos que habían luchado en la Segunda Guerra Mundial.
Sacks, como vemos, entendió que incluso pacientes con terribles secuelas de salud podían ser capaces de adaptarse a su situación de diferentes y asombrosas maneras, pese a que sus problemas neurológicos pudieran considerarse como incurables. De ahí que a lo largo de su densa bibliografía tratara asuntos tan difíciles vinculados con el síndrome de Tourette o los diversos efectos de la enfermedad de Parkinson, más otros realmente curiosos, como el que mostró en su obra «La isla de los ciegos al color» (1996), que respondía a su continuo interés por las islas, esos «experimentos de la naturaleza, lugares benditos y malditos por su singularidad geográfica, que albergan formas de vida únicas», como él mismo apuntó en una ocasión.
La música del cerebro
En este libro, tal vez el más sorprendente de su trayectoria, viajaba a las remotas islas del Pacífico, donde conciliaba su afición a explorar el mundo real con su pasión por investigar el mundo de la mente. El científico se convertía por momentos también en antropólogo para investigar a grandes grupos de población que habían sido condicionados por un defecto o una deficiencia física, sobre todo en dos diminutas islas de Micronesia, en las que una proporción muy elevada de la población es completamente ciega al color. Acompañado por un oftalmólogo y por un científico noruego que también veía el mundo en blanco, negro y gris, Oliver Sacks analizaba cómo influía esta peculiaridad de sus habitantes en sus vidas cotidianas. A todo lo cual se sumaba un estudio realizado en Guam, otra isla del Pacífico, en que hay una enfermedad neurodegenerativa que ha sido endémica en los últimos cien años: el lytico-bodig, así llamada por los nativos, una especie de parálisis progresiva que convierte a quienes la sufren en estatuas humanas y que podría originarse, esto es mera hipótesis, a causa del consumo de harina fabricada con las semillas de la cicadácea, un árbol cuyo origen se remonta a la edad prehistórica.
Ya en nuestro siglo, el mundo reconoció sus méritos, en 2001, con el premio Lewis Thomas para Escritos sobre Ciencia; y es que ningún científico de las últimas décadas alcanzó un nivel literario y comunicativo como él a la hora de aproximar los misterios de las enfermedades cerebrales al gran público. Y siempre buscando nuevas vías para tal pedagogía, como en el caso de «Musicofilia» (2007), una serie de «relatos de la música y el cerebro» que le servían para explicar anomalías como la «amusia» –no poder sentir la música– o las alucinaciones musicales; para, en suma, hablar de la música como factor humano. O «Los ojos de la mente» (2010), en que se desarrollaba la vinculación entre la visión y la imaginación como elementos clave de las historias que contaba sobre personas que habían perdido capacidades pero podían pese a ello comunicarse con los demás. Por último, cabe mencionar su último libro, «Alucinaciones» (2012), cuya tesis principal es que no se ve con los ojos, sino con el cerebro. Por ello, las alucinaciones o visiones fantasmales serían visuales, pero también las olfativas o auditivas. Y ponía ejemplos de grandes escritores. Algo que llegó a ser él mismo desde el campo de la medicina.
Un autor crítico y premiado
Sacks no se libró de fuertes críticas por el enfoque que imprimó a sus estudios; de tal modo que algunos lo tildaron de mejor escritor que clínico. Hasta sus maneras compasivas fueron atacadas al considerarse que explotaba a sus pacientes y que hacía una suerte de show intelectual. Por otro lado, en los circuitos académicos tuvo un gran predicamento. Fue miembro de las academias Estadounidense de las Artes y las Letras, Ciencias de Nueva York, así como miembro honorario del Queen’s College de Oxford. Recibió doctorados Honoris causa por diversas universidades americanas e inglesas, y se convirtió en Artista de la Universidad de Columbia en 2007, cargo que fue creado especialmente para él y que le permitía acceder sin restricciones a esa casa de estudios. Además, fue nombrado comendador de la Orden del Imperio Británico durante los festejos por el cumpleaños de la reina Isabel II en 2008.
La propia experiencia
Oliver Sacks sabía en sus propias carnes lo que era sufrir una dolencia extraña de origen neuronal: tuvo prosopagnosia, incapacidad de reconocer los rostros, algo de lo que habló en una entrevista en 2012 en un programa televisivo. Tres años antes, había perdido la visión estereoscópica debido a un tumor maligno en el ojo derecho, por el que, desde entonces, ya no pudo ver nada; tal cosa la contó en su libro «Los ojos de la mente» (2010). Pero entre todas, tal vez la «enfermedad» que más acusó –él mismo usó esa palabra– fue la timidez: fue un homosexual entregado a sus tareas que no vivió nunca en pareja y, de hecho, reconoció no haber tenido una relación en muchos años. Hasta que, al final de su vida, a la edad de 77 años, conoció al escritor y fotógrafo Bill Hayes, que lo acompañaría hasta su muerte, acaecida a los 82 por un cáncer terminal con metástasis múltiple en el hígado y cerebro a causa de su melanoma ocular.