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Crítica de “Estaba en casa, pero...”: Puntos suspensivos ★★★★✩

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La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Dirección y guión: Angela Schanelec. Intérpretes: Maren Eggert, Jakob Lassalle, Clara Möller, Franz Rogowski, Lilith Stangenberg. Alemania, 2019. Duración: 105 minutos. Drama.
Astrid le devuelve una bicicleta de segunda mano a su vendedor, un viejo con traqueotomía que consigue hablar gracias a un vibrador. La bicicleta era un timo. El toma y daca entre ambos dura unos minutos: en tiempo real, la escena podría pertenecer a cualquier trueque frustrado producido en la amplia órbita de Wallapop. Es un momento robado de la vida misma, y, sin embargo, está observado desde un distanciamiento perturbador, rebosante de inquietud, atravesado por un esquinado sentido del humor. En esa tensión entre lo realista y lo extrañado se mueve la radical propuesta de la alemana Angela Schanelec, “Estaba en casa, pero…”, compuesta por una serie de ‘tableaux vivants’ que parece contar la crisis de una mujer irascible, que perdió a su marido dos años atrás y que ha recuperado de repente a su hijo adolescente, en paradero desconocido durante una semana.
Decimos que “parece contar” porque la película rehúye las relaciones causa-efecto entre bloques secuenciales, nos enteramos de información esencial sobre los personajes bien entrado el metraje, las elipsis son tan brutales que las historias vuelven a empezar ‘in media res’, con invitados a los que no conocemos. Se trata, pues, de radicalizar el método bressoniano añadiéndole un toque de Haneke, de amenaza que nunca llega. El “pero” y los puntos suspensivos del título son la clave para acercarse a la forma en que Schanelec trata de encontrar una imagen para explicar “aquello que es y a la vez está en proceso”. Es, claro, una película adversativa, porque cada secuencia, cada reacción, pone en duda a la anterior, cada cambio de plano se revela como un obstáculo a salvar.
Si la cineasta alemana decide abrir su trama (llamémosla así) principal con la secuencia de un perro devorando a un conejo y la entrada de un apacible burro (¿será el Balthazar de Bresson?) en una casa abandonada, para luego mezclarla con una representación infantil de “Hamlet”, no es para acceder a secretas metáforas del sentido sino para establecer un estado de ánimo que bascula entre el enigma y la desconexión. Cuando Astrid acusa a un director de cine, encendida como una bengala, de permitir que los actores mientan, interpreten al margen de lo real, parece Schanelec la que habla por su boca: su película logra aislar momentos de verdad de un modo francamente original y sin hacer ni una sola concesión a la galería.
Lo mejor: Las escenas en que Astrid, la protagonista, estalla en parlamentos airados, enfadados con el mundo
Lo peor: Los adictos al relato pueden sentirse frustrados a los diez minutos de proyección