La increíble historia de Catalina de Erauso: Monja Alférez, travesti y “celebrity” del Siglo de Oro español
Nació en 1585 en San Sebastián y, disfrazada de hombre tras huir de un convento, cruzó el Atlántico para vivir bajo el carácter de un conquistador
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De vida novelesca y semblante heróico. Ambas ideas caracterizan a Catalina de Erauso, monja, militar, escritora y uno de los personajes más icónicos y controvertidos del Siglo de Oro español. Nació en 1585 en San Sebastián y su vida, desde la cripta hasta empuñar espada, ha sido motivo de investigación y curiosidad por parte de historiadores, biógrafos, escritores, cineastas e incluso autores de cómics. Tal es así, que de muchas maneras se ha tildado el carácter de esta mujer: ludópata, travesti, tabernera, polémica, maltratada, imponente...
En su retrato más conocido, de Juan van der Hamen y León -ilustra este artículo-, se percibe con facilidad cómo era esta mujer: con atuendo soldadesco, desprende seriedad, aspecto recio y mirada ausente. Y es su seudónimo, Monja Alférez, lo que nos traslada a la verdadera paradoja de su vida.
A muy temprana edad, junto a sus hermanas, Catalina ingresó en el convento de San Sebastián el Antiguo, siendo años después trasladada a otro más estricto. En total, permaneció con las monjas 11 años, recibiendo formación religiosa y aprendiendo latín. No obstante, según contaría en sus memorias, al sentirse oprimida por una de las religiosas, Catalina huyó antes de ordenarse del monasterio, con 15 años.
La buscaron durante varios días y, “sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino”, consiguió trabajar en casa de un médico, ya vestida de hombre. Pero, antes de anticiparnos a lo que completa la paradoja, unas palabras donde ella explicó el episodio: “Estando en el año de noviciado, ya cerca del fin, se me ocurrió una reyerta con una monja profesa llamada doña Catalina de Aliri, que viuda entró y profesó, la cual era robusta, y yo muchacha; me maltrató de manos, y yo lo sentí”.
Hacia el Nuevo Mundo de los naipes
A partir de entonces pasó a llamarse Antonio Erauso, denominándose soldado, aventurero, conquistador y vividor. Y es que, la protagonista de esta historia viajó hacia el Nuevo Mundo para enfrentarse con los indios mapuches en el sur de Chile. Esta travesía por el Atlántico se debe a una serie de motivos: además de que estaba sin dinero ni trabajo, tenía varias acusaciones pendientes en España, por lo que lo mejor que le venía era huir del país.
El periodo entre su escapada del convento y la partida hacia América, se traduce como la vida de un pícaro de la literatura española de la época. En Bilbao pasó un mes en prisión, acusada de apedrear a una persona que se mofaba de ella. Asimismo, en Estella se quedó dos años al servicio de un caballero de la orden de Santiago, desde donde vuelve a su ciudad natal. Más de un domingo asistió a misa para, a escondidas y vestida de hombre, ver a su familia.
Con esto, Catalina quería ser como sus hermanos: militares y muertos en batalla. El más profundo significado de “heroicidad” que entendían en la época. Por ello, viaja a Sevilla y, de ahí, a Cádiz, donde se enrola como grumete en un galeón hacia el Nuevo Mundo. El capitán, por cierto, tío suyo, no le reconoce: “Partimos de Sanlúcar de Barrameda, un Lunes Santo de 1603”, escribe Catalina en sus memorias.
Una vez atracado el barco en el Nuevo Mundo, Catalina robó 500 pesos y huyó. Otra vez, como alma libre. Desde el primer momento exhibió un comportamiento masculino, asociado al conquistador que llegaba a aquellas playas, de manera incluso agresiva. Esta actitud, junto a su devoción por los juegos de naipes y la bebida, la trasladaron a un ambiente violento que, en ocasiones, derivaban en “espadazos”.
Tras varias riñas, asesinatos, duelos -entre los que se enfrentó con uno de sus hermanos-, condenas de muerte y amenaza de prisión, Catalina se convirtió en una celebridad. Tal fue así, que la fama de Monja Alférez cruzó el Atlántico y fue recibida por el mismo Rey de España, Felipe IV, así como se entrevistó con el Papa Urbano VIII, quien le otorgó permiso para vestir y firmar como hombre. A partir de ahí, sumándole otro gran número de hazañas militares y polémicas brutales, Catalina se convirtió en una leyenda. Murió en 1650 en la localidad de Cotaxtla, cerca de Orizaba, México.