María Callas, la inagotable mina de escándalos
Una nueva biografía abunda en la desdichada vida de la gran cantante de ópera, un mito que no admitía medias tintas
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Las grandes divas suelen ser seres trágico nacidos para sufrir. Sufrir en escena y en la vida real, cuya semejanza no es pura coincidencia, sino consecuencia del amor-pasión que la condujo a una vida esplendorosa, amada por el público hasta la obsesión, y humillada y abusada por aquellos que la rodean en la vida cotidiana, tan difícil de vivir para estos seres divinos nacidos para encarnar ideales solo imaginables en la fantasía del espectáculo. Llamarse María Callas es asumir que se es un mito. Y ser un mito no admite medias tintas. Por esa razón, consciente de su responsabilidad mítica, Greta Garbo se pasó la vida huyendo, escondida, viviendo sus amores lésbicos de forma furtiva, o Marlene Dietrich, más pragmática, se refugió en la capital de Francia y en su apartamento declaró enfática, como punto final a su carrera de gran trágica del cine: «Espero la muerte en París». Última frase de uno de los melodramas de Sternberg en los que se enfrentaba a la muerte pintándose los labios antes de ser fusilada.
También María Callas esperaba la muerte recluida en un apartamento de París. Su hermana le suministraba los calmantes y escuchaba drogada sus viejos discos. Murió en 1977, a los 53 años, después de haber perdido la voz por un problema neuromuscular que padecía desde 1950 y que se fue agudizando a partir de 1960. Los estupefacientes fueron desde entonces su ayuda para sus escandalosas actuaciones. En una novedosa biografía de Lyndsy Spence («Cast a Diva: The Hidden Life of Maria Callas»), que ha tenido acceso a correspondencia nunca antes publicada y otras informaciones, relata tal serie de desventuras que la asimilan a cualesquiera de las heroínas trágicas de las grandiosas operas que interpretó, comenzando por la sublime Tosca. Comienza con un clásico: el robo de su fortuna por su marido Giovanni Battista Meneghini. En una de esas cartas, María Callas dice: «Mi marido sigue molestándome después de haberme robado más de la mitad de mi fortuna y haberla puesto a su nombre. Fui una estúpida confiando en él», y lo califica de piojo. Es sabida la turbulenta relación que mantuvo con el magnate naviero Onassis, hasta que la abandonó por la arribista Jackie Kennedy, sumiéndola en la depresión más profunda. Le confió a su secretaria que «no me gustaría que (Onassis) me llamara por teléfono y empezara a torturarme de nuevo». No se dice nada más de esas torturas, aunque se suponen que formaban parte de la gozosa relación sadomasoquista que mantenían. Entre las novedades que aporta esta biografía de su vida secreta, Lyndsy Spence narra la terrible relación que mantuvo con su familia. En una carta escribe: «Estoy harta del egoísmo y la indiferencia de mis padres... No quiero saber nada de ellos. Espero que los periódicos no se enteren. Entonces sí que maldeciré el momento en que tuve padres».
De hecho, su progenitor la chantajeó asegurándole que se moría en un miserable hospital, cuando sufría una pequeña dolencia, y la convulsa relación con su madre comenzó en su niñez en Europa. La señora trabajaba de prostituta durante la guerra, alternando con los soldados nazis. Luego le exigió que les comprara una casa y otros lujos. En una confidencia, Callas dijo: «De haber sido una verdadera madre hace mucho tiempo que la habría querido». Por último, Lyndsy Spence se extiende sobre la famosa rivalidad con la otra gran «prima donna», Renata Tebaldi. Comparó sus respectivas voces como champán y Coca-Cola. Y Tebaldi la acusó de no tener corazón. Callas le contestó que «es tan desagradable y tan astuta como nadie». Luego se reconciliaron y Tebaldi dijo que la voz de Callas era «la mejor». Punto y seguido a una obra que promete desventuras y escándalos sin cuento.